Ser de afuera

Una escritora latinoamericana se cuestiona sobre su identidad tras haberse marchado a España. Para encontrarse, hay que perderse...
Tomada de pixabay.com.

Camino por las calles de Barcelona, la ciudad que habito y que elijo, y hay días, ratos como este, en los que recuerdo sutilezas tan cursis como el canto de los pájaros a la madrugada, después de las fiestas en Buenos Aires, esos pájaros que sonaban allá y que acá no existen, de los que nunca me aprendí los nombres. El espacio entre las casas, los empedrados que resisten o la altura de ciertos árboles desperdigados por las veredas, tan amplias como tres aceras de acá juntas. Pero en el fondo rememoro otra cosa, no hay imágenes representando lo que no puedo nombrar, porque no es una, no es una esquina, una avenida, un parque, una interminable senda de librerías abiertas siempre. No es una, son todas esas imágenes juntas, y los olores entrelazados a las cosas, y las sensaciones ligadas a la lectura de los libros abandonados. Pero, sobre todo, mi ciudad es una ruta de palabras, de las primeras palabras, del primer acento. La lengua de mis padres en el centro del mundo, la sensación de mis padres en el centro del mundo. El apego a sus regazos truncado por la vida, y la adultez y las distancias.

Mi ciudad también es todo lo que pude ser y no soy, la añoranza de la posibilidad de la fuga, cuando ya estamos fugados y no es posible ser otra cosa. Somos esto, ahora: siempre seré extranjera.

Últimamente me interesa hurgar en la historia de mis antepasados.

Soy nieta y bisnieta de inmigrantes y exiliados, una de esas tantas argentinas descendientes de europeos pobres llegados en los barcos. Entre ellos había españoles, franceses y judíos polacos. De los españoles poco sé sobre sus motivos de emigración, ya ninguno queda en pie, y las historias de mis padres y tíos son escuetas o nulas. Sobre mi ascendencia francesa poseo algunos datos más. Mi bisabuela pertenecía a alguna estúpida rama de la nobleza. La unieron a la fuerza en matrimonio con algún macho bien posicionado. Ella se rehusó a vivir la farsa del amor pautado, renunció a su título y herencia y se escapó con un hombre al que sí amaba. Años más tarde se marcharon con su hija pequeña a trabajar a la Argentina. Mi bisabuela mantuvo aquella unión nupcial primera en estricto secreto hasta el día de su muerte. Fue mi tío, ya de grande y lejos de su tierra, en una pericia de rastreo genealógico, quien encontró los documentos que la constataban.

En una sociedad que idolatraba todo lo proveniente de Francia, que equiparaba el término francés a excelencia, cultura, refinamiento y progreso, mis familiares encontraron el entorno idóneo para recrearse en la nostalgia. Para criar en la nostalgia. Desde su nacimiento, mi madre concibió la cultura, la alta cultura, como aquello que estaba afuera. Del otro lado del mar. Creció, como tantas argentinas, no percibiéndose como tal, mucho menos como latinoamericana, queriendo fugarse al primer mundo.

Pero quizá los que más me interesen sean mis atepasados judíos. Tal vez porque eran los únicos no latinos, los que hablaban una lengua tan ajena a la mía, los que practicaban una religión de la que apenas sé nada. Tal vez por el exostimo que me sugiere la estampa de una pareja de polacos, jóvenes y pobres —ella analfabeta, él anarquista—, que emigran a un país tan lejano, justo a tiempo para salvarse, a diferencia de sus familiares, del horror y la muerte en los campos de concentración nazis. Mis abuelos no quieren, no recuerdan o no pueden hablarme de la historia de sus padres. Casualidad o sintómatico de vaya a saber qué, sobre todos estos antepasados, poca información llega hasta nosotros, sus nietos o bisnietos. Lo común de estos relatos es el silencio que los sella o los clausura. Que, borrando fragmentos, llega a tergiversar la Historia.

Me parece curioso, ahora que lo escribo y que a través de la palabra voy más adentro de mi historia, que mi madre, una mujer fanática del habla, que me ha hablado de su infancia más que de cualquier otra cosa, se haya referido tan poco al pasado de sus abuelos. Pareciera que con ella, segunda argentina en su familia, comenzara la historia. Mi padre, algo fóbico del habla, no solo no enuncia las cosas del pasado, creo que al no hacerlo, también las olvida. Como buen argentino, tiene la cualidad de vivir reinventándose. En mi familia materna, todo prevalece como una nostalgia difusa en la que la añoranza de Francia se impone, y lo sobrevuela todo, más como heredera de una ideología política clasista y racista de las élites argentinas decimonónicas, que de la experiencia concreta de unos inmigrantes franceses.

Es característica de nuestro ser argentinx esta cualidad de permanentemente dejarse permear por lo otro y de apropiarse de lo extranjero. Somos un pueblo plural y mestizo. Pero desde su conformación como estado-nación moderno, desde las cúpulas del poder político e intelectual, se ha querido emblanquecer nuestra imagen. Se ha encorsetado el campo del nosotros, y el campo de los otros pasó a estar integrado por vastos sectores de la población. Se ha sistematizado, en diversas instancias históricas, el genocidio, la exclusión, la marginalización, represión e invisibilización cultural y lingüística de negros, indígenas y pobres. En los cánones de la cultura oficial, se ha tendido, hasta muy recientemente, a invisibilizar la presencia y la importancia de las culturas de diversos pueblos originarios, estando como están, nuestra sangre y nuestra lengua, tan íntimamente ligadas a las de muchos de ellos. Teniendo en cuenta que gran parte de nuestra jerga está pregnada de vocablos mapuches y guaraníes, que por las venas del sesenta por ciento de los argentinos corre sangre indígena, los gestos de la hipocresía nos atraviesan enteros.

Una identidad, en este caso una identidad nacional, no solo es un constructo socio-cultural dinámico, que se constituye en oposición o contraste con algo; también va ligado al relato de una continuidad. Sin ese relato, lo identitario se desdibuja, se difumina en una bruma de nombres. Ay, qué pomposidad, perdónenme. Yo, como argentina afincada en España, abocada al ejercicio de la palabra, a trabajar con el lenguaje literario, siento que debo decir y escribir que soy argentina para seguir siéndolo. Mirar el cine de allá, leer la magnífica literatura que se está escribiendo allá. Llamarme latina de igual manera. Tejer un mapa verbal de las instancias y espacios que habité, del sonido de los verbos y las jergas de la infancia. Decir: me reconozco de ese país y así lo haré siempre, no es decir: soy nacionalista, no es ni mucho menos decir: soy patriota, con todas las resonancias patriarcales y fascistas que pueda tener ese vocablo. Es delimitar la geografía de músicas que me influenciaron, que me marcaron, la madeja de lenguas, culturas y hábitos diversos que me conformaron. Es reconocerme como alguien llena de contradicciones.

Vivir afuera es percibir el afuera como el mundo entero. Una vez desplazada de la ciudad que fue mi hogar, siento que puedo ir a cualquier sitio, adaptarme a lo que sea. Es reconocerme perfiérica, siempre, como si en mi imaginario estuviera anclada la percepción de un centro geográfico, un centro que no existe. Mi país es mi pasado, mi país en mi ciudad —perdonen mi soberbia porteña—. Un mapa de memorias al que puedo volver. Pero también es una entidad de cosas vivas, que crecen y cambian. La ciudad que ya no soy y que se materializa o alcanza otras dimensiones cuando nombro.

En decir soy argentina y más, en entenderme como latinoamericana, está ímplicita la decisión política de sobreponer los puntos en común entre pueblos latinos antes que las diferencias. Es reconocer la historia que mis padres y maestros borraban al no nombrar, las identidades que no percibieron como propias, y que yo, siendo extranjera en Europa, con la seudoobjetividad que trae la distancia, no puedo más que reconocer como íntimas. Acabo de volver de Polonia, y ese mestizaje al que me refería antes, tan característico de lo argentino y lo latino, tan históricamente invisibilizado en mi país, me constituye tanto más que cualquier ápice de cultura polaca. Es más mía la banda sonora de cumbias de mi adolescencia, que el tango de principios de siglo; más mía la cultura punk “cabeza” vitoreada en oscuros antros, que el fútbol y las mateadas. Pero, sobre todo, esas dos cosas que echo tanto en falta. Por un lado esa capacidad que tenemos de integrar al desconocido, en la distancia entre los cuerpos: la facilidad de entrar en confianza, de verbalizarnos amor. Por el otro: las palabras. La lengua de la infancia con la que di nombre al mundo, aquella que hoy utilizo para revisar y reescribir mi historia, para decir, como sujeto que vive deviniendo: seré siempre mujer extranjera, latinoamericana.