Una foto para la lluvia

Un relato del poeta y escritor Berman Bans, extraído de su libro La Fuga (Leteo, 2013)

Dusty Happiness. Foto de Grethel Paiz.

 

Marcos se había mostrado irascible toda la mañana. En el desayuno apenas le diri­gió la palabra a su madre y no esperó a que Danilo, su padrastro, le saludara con ese gesto impersonal, vertical y silencioso de casi todos los lunes cuando salía retardado hacia las oficinas del Ministerio, entre el café con leche apresurado y los últimos ajustes, ante el espejo de la sala, a su uni­forme verde olivo. Marcos entró al baño, se cepilló los dientes y salió, sin decir adiós, hacia el colegio.

En el salón de clase se comportó reservado con sus compañeros. Ahí todo era la necesidad de pasar las horas aburridas respondiendo un par de preguntas difíciles, digamos, sobre números frac­cionarios o las dinastías del Antiguo Egipto para que el profesor de turno lo dejara en paz el resto de la mañana. Así había sido todo el año, y ese lunes no tenía por qué ser distinto.

La profesora Gloria, luchando contra la indi­ferencia total de los alumnos ante la dinastía de los Plantagenet, el caso Juan sin Tierra y firma de la Carta Magna, ni siquiera se percató, como tan­tas otras veces, que algo le sucedía en esa manera de mirar, largo y distraído, hacia la ventana, algo como un aleteo oscuro entre los ojos y la frente. Ese furor quemante apenas contenido, creciéndole en las entrañas, contra la presencia demandante, absurdamente incomprensible, de los adultos, representados asquerosamente en su padrastro, cobardemente en su propia madre y estúpida­mente en la profesora que ahora confundía a los sajones con los normandos con una facilidad que a él le parecía de espanto en nombre de la batalla de Hastings.

Durante la mañana se la pasó amargado, viendo pasar uno a uno a los profesores, imagi­nando algunos de los suplicios posibles contra su padrastro, todos inverosímiles, por supuesto, varia­ciones de El pozo y el péndulo de Edgard Allan Poe combinadas con escenas específicas de Operación Dragón y otras torturas imaginarias, hasta dar con la vívida historia que se le vino de golpe, concreta y convincente, a la hora del receso.

¿Les traigo otra ronda? —preguntó el mesero levantando vacías con una mano las botellas de cerveza, mientras con la otra pasaba una toalla sucia encima de la tabla para secar los breves char­cos provocados por el deshielo.

¿Sólo las Toñas están heladas? —preguntó el hombre pelo castaño con acento raro, segu­ramente sudamericano, tal vez entre uruguayo y argentino.

Sí, señor, sólo las Toñas... Hace apenas media hora que metimos las Victorias en la hielera —contestó el mesero cuidando de no barrer con la toalla emporcada de polvo el paquete de cigarros Kool que yacía en una esquina de la mesa.

El hombre de pelo castaño arrugó la cara mientras le daba el último sorbo a su cigarro, exha­lando casi inmediatamente una nebulosa gris.

—Tráiganos otro par de cervezas, las más hela­das que tenga —dijo el hombre moreno que traía puesta una gorra azul oscuro de los Dantos, y en la mano derecha un reluciente reloj cronometrado.

El mesero asintió y se retiró preguntándose por qué a los extranjeros les gustaría tanto esa marca de cerveza nacional; no debía ser una manía exclusiva de los sudamericanos, porque lo mismo era con los alemanes y holandeses que de repente se aparecían en el pueblo con sus cámaras y sus cachivaches de arriba para abajo, tomando fotos, filmando, trasnochando, fumando y cogiendo a más no poder, rodeados casi siempre de agentes de la Seguridad del Estado y miembros de los CDS. Todo porque el pueblo quedaba cerca de la frontera con Costa Rica y en esas semanas, sobre todo, era un hervidero de alegres internacionalis­tas desde las últimas escaramuzas del legendario comandante disidente, considerado enemigo y traidor por los voceros del Frente Sandinista.

—La cosa es sencilla —dijo el moreno, aco­modándose la visera de la gorra sobre las cejas—. Ya todo está arreglado. Sólo tenés que entrar con tu cámara y mezclarte con el ambiente hasta des­aparecer del todo. A la hora convenida, siguiendo las instrucciones de logística, el artefacto se deto­nará por sí sólo. Te conducirán al hospital junto con el resto de heridos y en un par de días estarás en Budapest con tu mujer.

—Entonces, ya tenemos luz... —dijo el sud­americano encendiendo otro cigarrillo.

El mesero regresó con las dos cervezas a medio helar y las colocó en el centro de la mesa con la misma diligencia que le habían enseñado dos semanas antes, esmerándose en parecer agra­dable, más a esa hora desolada, cuando esos dos eran los únicos clientes.

El sudamericano, que tenía un tatuaje del Che en el antebrazo y una herida de charnel cerca de la muñeca derecha, tomó su cerveza y se la empinó como si estuviera muriéndose de sed en medio de ese calor vaporoso que parecía venir trotando, desde la calle polvorienta, a acurrucarse bajo el techo de zinc destartalado del bar El camionero andante.

El pitazo de un tráiler que pasaba los distrajo de la balada en inglés que salía de la radio.

Acababan de tocar el timbre de salida. Marcos reco­gió sus cosas con desgana y salió entre el tumulto de estudiantes del Colegio Boanerges Aragón. Era un lugar que odiaba a muerte con sus pastores gri­tones, sus películas «edificantes» de casi todos los viernes y las amenazas del infierno de arriba abajo agazapándose detrás de cada cita bíblica escrita en los murales con letras de vistosa cartulina.

Su madre lo había matriculado ahí casi por descuido, pensando que estaba cerca de la casa, en El Dorado, y mientras se mejorara la situa­ción financiera de la familia, era mejor eso que el Maestro Gabriel o el Experimental México que, según ella, ya no eran ni la sombra de lo que habían sido. Claro, su madre soñaba para él con La Salle o el Centroamérica, pero Danilo, su padrastro, pensaba que esos colegios, además de caros, se habían vuelto declaradamente reacciona­rios y que para eso era mejor meterlo en el Doris o, ya por último, en el Nicaragüense Francés, con eso de que el muchacho sólo era hablar de Voltaire y de Saint-Just a cada rato.

Marcos avanzó hacia el semáforo del puente El Edén. Desde la cuneta, esperando la luz roja, vio pasar en el andén de en frente a Michelle, la che­lita de cuarto año, con su pelo castaño encendido, muy liso, ondeándole al viento sobre los hombros. Iba acompañada del imbécil de Saúl Estrada, el capitán del equipo de baloncesto, y de Martha Moroco Topo, la gordita anteojuda presidenta del colegio, la misma a quien Marcos le había ganado en promedio general por escasos tres puntos en el semestre pasado y quien dos semanas después lo denunció públicamente con el director, acusándolo de profesar orgullosamente el ateísmo y fomentar entre los compañeritos de primer año la lectura de un tal Bakunin, que al parecer era uno de esos malvados escritores rusos anticristianos, y un libro sobre Calígula que, según decían, contenía fuerte material pornográfico.

La luz se puso en rojo. Marcos atravesó la calle de asfalto y, esquivando una moto IFA, se metió casi al trote entre un jeep Waas y un Lada Station Wagon color crema, igualito al que manejaba su padrastro. Mientras pasaba los carros detenidos, siguiendo un automatismo familiar, se fijó en el conductor del Lada y comprobó, aliviado, que sólo era una mujer de unos treinta años con el cabello negro cortado à la garçon. Logró llegar a la cuneta por detrás de la ruta 103, la cual expelió una boca­nada de diesel quemado al ponerse en marcha, y avanzó hacia el callejón de tierra buscando el barrio María Auxiliadora. Todavía alcanzó a ver, como un latigazo castaño rompiendo el aire, el pelo de Michelle cuando abordaba el bus, mientras el cursi de Saúl Estrada, mirándola desde el andén, le lanzaba un beso con ambas manos. ¡Mariconazo más grande!

Caminó dos cuadras por el callejón de tierra, donde casi todos los fines de semana Los puente­ros armaban las perreras de fútbol. Iba pensando en que alguna vez tendría que montarse en esa ruta para siquiera ver en qué barrio vivía, tal vez bajar detrás de ella y disimuladamente seguirla de largo hasta su casa; cotejar la posibilidad de pasar por esa calle, digamos algún viernes, haciéndose el encontradizo.

Giró hacia el oeste pensando en la caída de ese pelo sedoso balanceándose sobre los hombros delicados con un movimiento de escalofrío. Debajo del quelite de don Juancho, supuestamente listos para irse a clases en turno vespertino, lo esperaban el Gordo Boris y el Chele Vainilla. En el suelo de sucios adoquines, la sombra del árbol parecía una isla negra retozando solitaria en la marejada del mediodía.

El sudamericano se había ido a su hostal a reu­nirse con otros colegas, fotógrafos y periodistas. El moreno con la gorra de los Dantos se montó en el jeep Niva color rojo vino, parqueado debajo del quelite de la esquina, frente a la iglesia del pueblo, custodiado desde hace una hora por el chofer, un hombre treintañero un poco obeso y pequeño de estatura, junto a otro sujeto de piel clara, delgado y alto, de gafas estilo aviador, con pinta de guar­daespaldas mal disimulado, a quien le decían sim­plemente Memo.

—¿Comieron algo? —les preguntó el moreno de la gorra, mientras se ajustaba el cinturón del asiento de copiloto.

—Un par de raspados es lo que andamos en el estómago —contestó el chofer encendiendo la marcha.

—Yo tampoco almorcé. La comida aquí es una puercada —afirmó el moreno de la gorra con tono condescendiente—. Mejor almorcemos cuando estemos en Diriamba. Pero antes pasemos por donde la Nora.

El chofer buscó en el retrovisor el rostro de Memo y lo encontró sonriendo con gozo, mos­trándole los dientes amarillos debajo de las gafas. Sabía que acababa de ganarle limpiamente al Gordo pendejo un litro de etiqueta negra Flor de Caña.

Avanzaron sobre la carretera de regreso a la capital durante casi media hora. El dial venía osci­lando entre Radio Sandino y La Voz de Nicaragua, sin decidirse entre las noticias de sucesos o una canción de Madona.

Cuando llegaron al desvío hacia la aldea de la compañera Nora, las emisoras empezaron a ronro­near, yendo y viniendo, apagándose y encendién­dose o metiéndose una con la otra; ahora mez­clando la voz del radio locutor y sus comentarios lúcidos sobre el affaire Reagan-Oliver North con los alaridos de Cyndi Lauper cantando Girls just want to have fun.

El hombre de la gorra azul oscuro de los Dantos, que parecía ser el jefe, apagó por fin la radio y puso el casete de los Mejía Godoy que tanto le gustaba. Mientras entraban en la trocha de tierra barrosa cercada de alambrados, el hombre adelan­taba y retrocedía la cinta hasta dar con el inicio de la rola que más le fascinaba escuchar siempre que iban donde la compañera Nora, como si fuera

una especie de canto de entrada para el ritual que duraba de tres a cinco horas, dependiendo de la disponibilidad de la misma compa. No pasarán, los venceremos, amor, no pasarán. Y mañana que irrumpa el nuevo día... En el retrovisor Memo le seguía sonriendo al chofer con sus dientes sucios, amarillos, descaradamente le restregaba la confir­mación de sus conocimientos de análisis logístico.

—¿La trajiste? —le dijo Marcos al Gordo Boris.

—Ya no sabés —le contestó, con las manos en los bolsillos, el chavalo gordito.

Boris traía los mismos pantalones de gabar­dina café de ir al instituto y el Chele Vainilla la eterna camisa azul, de zíper al frente, muy luida, que Marcos solía verle puesta casi siempre, a excepción de cuando jugaba en las perreras de fútbol, momento en que usaba la misma camiseta roja, cosida por todos lados, de los diablos rojos del América vaya a saberse de qué año.

Empezaron a caminar hacia el Ducualí por las calles de adoquines, buscando los futbolines de don Alfredo. Ni Boris, ni el Chele Vainilla irían a clases, por supuesto. Era primer lunes de mes, tarde de futbolines, cigarros con filtro y luego ir a ver al Marcos practicar en el gimnasio frente al parque El Dorado sus lecciones de boxeo con el Catarrito González. Aunque a ellos lo que más les cuadraba era ver los combates de los grandes con los sparring, esos cachimbazos a la cara y esas fin­tas que hasta daban mareos. Cuando llegaron a la esquina de doña Vilma, en esa pulpería que vendía chicha bruja en botellas de Kola Shaler con picos rellenos de azúcar en vez de queso, se detuvieron bajo el palo de mango.

—A ver, enseñala —le dijo Marcos al Gordo.

—Clase rigio —le contestó Boris.

El Chele Vainilla, sin mirarlo a la cara, abrió el bolso que cargaba en el hombro, y le dio una revista maltrecha con fotografías a colores, envuelta en forma de rollo. Marcos observó la portada y la guardó en su mochila. Luego sacó un paquete nue­vecito de cigarros Partagás y se lo entregó al Gordo.

— ¿Vamos a medias? —preguntó, sin convic­ción, el Chele Vainilla.

—Sólo vos sabés... medio paquete se lo vende­mos al Didier. El otro medio es para el Piocha. Sólo así ese maje nos sigue intercambiando las revistas. Ya no acepta colecciones de pasquines ni pelotas Danto... aunque estén cuerito y traigan la firma de Tomás Guzmán o de Luis Cano... —esto último lo dijo mirando a Marcos como una advertencia para los próximos intercambios, que entre ellos, miem­bros neófitos del mercado negro, conocían como cambalaches.

—Pero la cajetilla me la das. Vos ya tenés de esas... —dijo el Chele Vainilla casi suplicante.

—Qué jodés —aseveró el Gordo Boris, fastidiado.

Compraron tres botellas de chicha y tres picos. Marcos, medio en broma, les dijo que era su almuerzo. El Chele Vainilla, sonriendo sorpren­dido, dijo que también era el suyo, con la salvedad de que era cierto.

El cielo empezó a nublarse con una tormenta hacia la zona del lago. Desde la pulpería, Marcos vio amontonarse las nubes relampagueantes, pre­parándose para el asalto de la ciudad como si fuera el ejército normando de 1066 marchando sobre la aldea de Londres, mientras el Chele y el Gordo hablaban de las chavalas, del partido del Bóer, del último pleito a pedradas y botellazos contra los del Barrio San Cristóbal, con ese desorden típico del Gordo Boris y del Chele Vainilla cuando habla­ban, combinando los mierdas y los hijueputazos, interrumpiéndose a cada momento como si fueran personajes urbanos usurpando estrofas de La mon­taña es algo más que una inmensa estepa verde, ese librito risible que su padrastro guardaba celo­samente en el estante de la mesa de noche, auto­grafiado por el comandante Cabezas, justo encima de la gaveta donde se ocultaban los condones y las revistas porno.

—Y entonces, ¿vas a entrar al equipo? —le preguntó de pronto el Gordo Boris.

—Ya te dije, no tengo foto para el carnet.

—¿Sólo por eso? No jodás, y nosotros necesi­tando un delantero centro... —reclamó el Chele.

Marcos, sentado en la banca de cemento, le miraba los zapatos que tenían la punta derecha despegada como la boca estropeada de un garrobo con el sucio trozo de calcetín crema respirando y escondiéndose; una especie de lengua de trapo mugrienta, irreverente. Los zapatos del Chele eran de cuero barato, y además de quedarle grandes, parecían no conocer el lustre desde hacía meses.

—¿No será que no te dejan jugar con noso­tros? —insistió el Chele empinándose la botella, procurando sacarle en el último trago el chingaste que yacía al fondo.

—Vos no te metás, jodido... —intervino el Gordo Boris—. No le hagás caso a este maje — dijo casi disculpándose, dirigiéndose a Marcos.

—Si no me dejaran no me hubiesen comprado los Adidas que tanto te gustaron —se defendió Marcos mirando al Gordo—. Ya te dije. No tengo foto para llenar la esquela. Y no voy a pedirles más reales...

—¡Te peleaste de nuevo con don Danilo! — dijo el Chele casi gritando.

—Que no te metás te digo... ¿Estoy hablando en chino? —refunfuñó el Gordo ya en pie, movién­dose frente a la banca de un lado a otro con la botella amenazante en la mano.

—Sólo mates este maje... no va a tener para unas fotos... Eso es que va a entrar con el equipo de Villa Don Bosco, como todos los de El Dorado... —insistió el Chele dando dos pasos hacia atrás, como esperando una reacción violenta del Gordo.

—Mirá Chele jodido... volvés a hablar y te cargo a turcazo limpio —amenazó el Gordo.

El Chele Vainilla lo miró con seriedad. Se per­cató, demasiado tarde, que se le había pasado la mano. Así que se sentó en la banca, a la par de Marcos, en señal de tregua. Sabía que Boris podía pegarle. Pero aún no olvidaba del todo la paliza que Marcos le había propinado el año anterior, cuando se conocieron, y tal vez decir esas cosas de repente era una manera de desquitarse. Y bueno, mejor se calmaba pues estaban necesitando un delantero y Boris aún tenía esperanza de conse­guir a Marcos quien, al menos en las perreras del barrio María Auxiliadora, sabía ocupar ese puesto por encima del resto de jugadores del vecindario.

—Si me conseguís una Playboy... veremos qué hago... —propuso Marcos con una sonrisa provocadora.

—Casi nada querés... —dijo el Chele, reci­biendo inmediatamente un manotazo en la mollera de parte del Gordo Boris, quien ahora miraba, un poco decepcionado, a Marcos.

—El negocio se puso chiva —aseguró el Gordo, satisfecho al comprobar los ojos llorosos del Chele quien, con los pies recogidos sobre la banca, sobaba rencorosamente su cabeza en la zona del golpe—. Ya sabés que los CDS quebraron al broder del Periférico —continuó el Gordo con ese tono de misterio que le gustaba ponerle a las palabras cuando hablaba del negocio—. Le infiltra­ron a los de la Asociación de Niños Sandinistas, y ahí se lo jodieron al pobre. A ver si más adelante te consigo alguna Playboy, tal vez incluso una Penthouse... por ahora conformate con esas zorras vestidas al estilo Olivia Newton-John.

—Con tal que no salga John Travolta ense­ñando las nalgas... —dijo Marcos.

Boris y el Chele, como reconciliándose a rega­ñadientes, se rieron al mismo tiempo, celebrando la broma alegremente.

—Oe, ¿y no tendrás una foto reciente, de algún cumpleaños; alguna que te sobre? —insistió el Chele ya en tono cordial aunque sin dejar de sobarse la mollera—. Le podrías recortar la cabeza y se la pegamos al carnet.

—Voy a ver y les aviso el lunes —contestó Marcos con tal desgano que a ellos les pareció que sólo lo decía por salir del paso.

—Hoy no abren el gimnasio —continuó Marcos—, el Catarrito anda de vacaciones. Pero si quieren podemos ir al futbolín.

—Ya estuviéramos —dijo el Gordo Boris pasándole la palma de la mano en la cabeza al Chele Vainilla, mientras Marcos se levantaba de la banca.

—No jodás... si me diste duro —protestó el Chele resentido, y se puso en pie haciendo una torpe finta de gancho al hígado que provocó la risa de ambos muchachos.

La tarde, con el cielo cerrado y tormentoso, empe­zaba a pasar casi imperceptiblemente hacia lo oscuro de la noche, aunque aún había una luz de

tenue cobalto como desprendiéndose del cielo. El Niva avanzaba a unos sesenta kilómetros por las trochas encharcadas de barro pantanoso. Los truenos se escuchaban muy cerca, como si fueran explosiones de granadas gigantescas detonando detrás de los cerros.

Tal y como le había advertido Memo al chofer, no hubo almuerzo en Diriamba. Vale que les lleva­ron café y tortilla con cuajada, mientras esperaban cerca del jeep, afuera de la casa de la compañera Nora. Ahora el chofer se concentraba en salir a la carretera lo más pronto posible, antes que anoche­ciera del todo. Pereceando en el asiento de atrás, Memo iba pensando en su botella de Flor de Caña recién ganada en la apuesta del mediodía.

A pesar de los truenos y los movimientos bruscos del Niva, la canción volvió a sonar desde la cinta rebobinada. Vendrá la guerra, amor, y en el combate... remontaron una cuesta y divisa­ron la carretera detrás de unos potreros lodosos. Descendieron de nuevo y ahora la voz desento­nada del jefe acompañaba a Carlos Mejía en una de las estrofas, sino poesía naciendo incontenible... del cañón de fusiles libertarios...

El primero en caer fue el chofer. Una bala le atravesó la frente en el primer disparo. El Niva se volcó en una curva y quedó con las llantas hacia arriba, medio enterrado contra los cercos alambra­dos. Después de un silencio convulso, retorcido, se oyeron unos gritos y más disparos de AK-47 deto­nando contra los charcos, contra el cerco, contra el vehículo. Al parecer Memo había logrado salir del Niva disparando su TT automática, pero seguro lo acribillaron en una de esas ráfagas, porque el jefe lo vio caer de espaldas a través de lo que quedaba del vidrio apachurrado. Los hombres, que gritaban con acento campesino peguntando por el pez gordo, procedieron a sacarlo de entre la masa de vidrios pulverizados y fierros retorcidos. Seguramente lo querían vivo. Iban a torturarlo hasta sacarle todo. El sudamericano debía ser hombre muerto para entonces. Pero cómo.

Lograron sacar lo que quedaba de él. Piernas y costillas fracturadas. Charneles en el pecho, en los hombros, en la cara. Y el odio, el inmenso odio corriéndole en la sangre como un desborde por los poros. Desde algún lugar del cacharro humeante, la música en el casete continuaba resonando inve­rosímil Vendrá la guerra, amor, y en el combate, nos fundiremos en las barricadas... Lo acomodaron boca arriba junto al carro. ¡Está vivo!, oyó que gri­taban. No pudo ver exactamente cuántos eran, pero se percató que al menos era una escuadra completa cuando empezaron a rodearlo. Vio varios pares de botas de hule chapoteando en los charcos y también unos inquietos zapatos tenis embarrados movién­dose alrededor del cadáver de su guardaespaldas.

—Contras de mierda —alcanzó a decir balbu­ceando espesos grumos de sangre.

—Oí cómo nos dijo... contras de mierda.

Uno de los hombres, poniendo una rodilla en el suelo barroso, se le acercó al oído izquierdo, desde donde chorreaba un hilillo rojo. Se parecía mucho al mesero del bar, pero era más viejo, tenía el rostro más endurecido y el vello de la barba ya canoso. Traía puesto un sombrero de palma y una cicatriz de machetazo, como un cordón de carne, le serpenteaba a un lado del cuello.

—No compa, esto no es por la runga... — su voz chillona, de jovencita, contrastaba con la dureza de su cara—. Esto es por el hombre de la Nora... la muy puta de mi cuñada.

La música de Abril en Managua siguió sonando impertérrita, pero él ya no pudo escucharla. La última ráfaga se confundió con los truenos cuando la lluvia por fin se atrevió a caer con toda su fuerza sobre las aldeas desamparadas, formando corrien­tes de lodazales en los cerros aledaños.

Marcos se apresuró a llegar a la casa, pero la lluvia lo atrapó entre la salida del Ducualí y el Instituto 10 de Junio. Cuando pasó por la esquina del Video Club decidió que ya no tenía sentido apresurarse, estaba completamente empapado.

Caminó bajo el chubasco fresco en dirección al parque y ahí se quedó viendo caer la lluvia sobre el campo de béisbol. Empezó a maquinar en cómo convencer a su madre para que lo dejara entrar en el equipo del barrio con los chavalos que ella no le aceptaba como sus amigos. No es que lo mimara mucho, como afirmaba su padrastro, tampoco así. Simplemente ella prefería que hiciera amistad con los chavalos de El Dorado. Pero qué se le iba a hacer si a él no le nacía. Y ella no decía nada, pero se lo reprochaba por lo bajo cuando le pre­guntaba por Lucy, por Rodolfo, por Juan Carlos, por qué ya no lo invitaban a jugar Atari, a comer pastel de limón las tardes de domingo. O la cara de escándalo que ella puso cuando lo vio por pri­mera vez a la salida del colegio platicando con el Gordo Boris y el Mono Negro, los dos con esa pinta de estudiantes a regañadientes, ambos en sus fachas irremediables de chavalos arrabaleros. Y luego la regañada en el carro, desde el colegio hasta la casa, aquella perorata sobreprotectora, y la manera en que arrugaba la cara cada vez que a él se le escapaba y salía mencionando las perreras en el barrio, cometidas después de salir de clases, como un evidente sacrilegio. De por sí, mucho le había costado que lo dejara ir al taekwondo y luego a lo del boxeo —el plan era aprender ambas disciplinas para, llegado a los veinte años, cachim­bear al muy hijueputa de Danilo, por supuesto—. Pero lo del fútbol era otra cosa. Era pura pasión por el juego. Encharcarse buscando ese gol en los últimos minutos y luego del lodo y el pitazo final, los gritos, los abrazos.

Recordó que su madre se iría a México el próximo mes a su famoso congreso de periodistas revolucionarios y estaría allá todo diciembre y Año Nuevo. Si se inscribía el próximo fin de semana podría jugar, al menos, la mitad de la temporada. Al fin y al cabo, nada podría hacer ella cuando se enterase y además, luego de los fajazos propinados por Danilo la tarde del domingo recién pasado — por el asunto de las revistas, claro—, ya no podían hacerle nada más humillante.

Bajo el cielo recién escampado se dirigió a la casa. Se enteró con alegría que sólo estaba la muchacha, porque el Fiat verde de su madre no estaba parqueado. Entró después de golpear el candado del portón por un buen rato. Flor de María salió escandalizada. Qué barbaridad, cómo te mojaste. Hoy te mata doña Marcia, chavalo. Traía puesto ese pantalón de tela, muy ajustado, que a él tanto le gustaba porque a ella le definía enteramente la curva del trasero gracioso, sugeren­temente respingado.

Haciéndose el desentendido, entró hasta su cuarto. Se cambió de ropa. Y en un descuido de Flor de María, que ya buscaba el lampazo para secar sus pisadas lodosas dejadas en la sala, entró al cuarto de ellos para buscar el álbum. Lo encon­tró en la repisa de la ventana. Lo abrió apresura­damente. Fotos en blanco y negro de sus padres cuando pertenecían al Frente Urbano. La foto de su madre, vestida de verde olivo, abrazando a Nora Astorga, y que ella gustaba de exhibir en casi todas sus reuniones sociales. Las fotos de su padre dirigiendo una escuadra en el Frente Sur o fumando junto a Danilo, en ese entonces, su mejor amigo. Luego empezaban las fotos a colores, con un tono liliáceo encendido bordeando las carnes, de sus siete primeros cumpleaños: su padre feliz en todas, besándolo, abrazándolo, suspendiéndolo en el aire. Y luego las fotos del funeral, el sepelio con honores militares del hombre más alegre que había conocido; caído en acción por una emboscada de los Milpas en las montañas de San Fernando.

La noche estaba cayendo en medio de la tor­menta eléctrica, pero aún había algo de esa cla­ridad taciturna que precede a la noche entrando  perpendicularmente por las ventanas del cuarto. Marcos pasó la vista, como en una vieja tortura, por todas esas imágenes. Sólo al llegar a las de su primera comunión, se percató que estaba llo­rando, sacudiéndose sin control, con lágrimas abundantes. Se sonó la nariz con una toalla roja y odió a Danilo con todas sus ganas. Porque él pudo evitar que lo mandasen a lo más encachim­bado del Frente Norte, como Marcia se lo reclamó a gritos una noche de borrachera, antes, cuando le reclamaba; mucho antes que él empezara a pegarle y prácticamente a violarla casi todas las noches, según se lo confesó Marcia a una amiga perio­dista, en otra borrachera desesperada, mientras él escuchaba, impotente y conmovido, oculto detrás de la puerta del patio. Pudo haberlo transferido, para salvarlo, pero no lo hizo. No movió un dedo para salvar a su mejor amigo, según la acusación de Marcia, que hasta después del matrimonio vino a enterarse por boca de algún comandante. No haber hecho nada por él y luego venir, después del año de luto, a casarse con su mujer y humillarle casi todos los días al hijo. Chavalo jodido, si tu padre estuviese aquí se vuelve a ir a la montaña decepcionado por lo marica que has crecido.

Despegó la foto de la primera comunión, los dedos temblando de odio, y se fue a su cuarto para operarla. Después de una rápida intervención a dos manos, con la vieja tijera de artes plásticas, en la imagen quedó una doña Marcia joven, sonriente, simpática, abrazando, con su brazo izquierdo, el cuerpo decapitado de un niño vestido con traje azul oscuro. A la derecha del niño estaba la ima­gen de un Danilo más delgado, muy serio, vestido de verde olivo. Marcos la recortó con gozo. La hizo pedacitos y la tiró, maldiciendo, en el inodoro.

Cuando su madre lo despertó a las seis de la mañana, silenciosa y con los ojos enrojecidos, para decirle que habían emboscado a Danilo en una montaña cerca de Rivas y que no había sobrevi­vido, Marcos no sintió nada. Sólo pensó de golpe que para él ya no habría clases ese día, ni profe­soras confundiendo a los normandos con los sajo­nes, ni variaciones de El pozo y el péndulo, ni un rostro impenetrable contra el cual descargar toda su ira a la hora del receso.