Vigilia en la corriente

El poeta costarricense Carlos Villalobo nos comparte una selección personal de su reciente libro "Río sonámbulo" ( premio Dolors Alberola, España 2024)

Algodón, fotografía de Gustavo Briceño Casanova

 

Desánimo del padre

 

Yo creía que la tristeza era el gesto natural de todo padre.

No sabía entonces que también los ríos mienten

y que es vieja la costumbre de hundir el rostro debajo de sus aguas.

 

Pero este padre

lo supe luego 

malvendía la nostalgia en las cantinas. 

 

Cuando por fin llegaba a casa  

era un cuerpo de reptil sin fuerzas. 

No era el mismo. 

Vomitaba demonios a la orilla de la culpa

Por la nariz 

en forma de brasas derretidas

le chorreaba el miedo.

 

Mi madre 

del susto 

le pedía a la Virgen del Carmen que hiciera sol para calmarlo.

 

Los perros 

del susto 

corrían a abrir la noche para volverse ciegos.

 

Al otro día

                un caldo de gallina le curaba las ganas del suicidio 

y entonces juraba que no iría nunca más a morder el agua del desánimo 

me lo juraba con los dedos en cruz sobre la boca

me lo juraba por el sagrado corazón de Jesús en el calvario

 

pero los ríos son débiles

y les mienten a los niños  

como un padre cuando tiene sed 

y nada lo detiene.


 

 

Ella también era un pozo

 

El río llegó al pueblo en los restos de un barco que murió de viejo.  

Caminaba lento. 

Era casi un fantasma de agua

una mujer que cosía el hambre en la cocina. 

Orinaba silencios detrás de su propia sombra.

Era un delantal delante de la muerte 

un par de sandalias solas.

 

Tenía la piel abandonada en un cuerpo que no era el suyo.

 

Las manos se le caían de las manos 

y el alma se enroscaba en sí misma 

con si tuviera un caracol por dentro. 

 

Se alumbraba con la sal que dan las madres cuando quieren abrazar. 

 

Su vestido de color marrón olía a desamparo 

y en el pecho colgaba el rosario 

que espantaba a los demonios.

 

Uno de sus ojos olvidó la luz 

y en las piernas hervían mil insectos que tragaban carne.    

 

Este río alguna vez salió del fuego. 

Lo sé porque cantaba canciones para atizar la leña. 

Lo sé porque amasaba la saliva del fogón y le hacía tortillas a Dios 

a los santos y a todos los que aquí nos sentábamos a la mesa. 

 

Sus senos eran ánforas que rompieron los niños en el último verano.

 

Sus pies eran lagunas enterradas en el fondo de los años. 

 

Le dolían las rodillas.

Le dolían las piedras que alguna vez vinieron a empaparla de mentiras.

 

El ave que sostenía su corazón se cansó del tiempo.  

No quedaron orillas en la noche. 

 

Una tarde se fue de casa. 

Se fue como un libro al que le secan una a una las palabras. 




El río es una larva

 

Agua arriba 

donde queda el pasado

 el río es una larva que escupió la lluvia.

 

Más adelante es un renacuajo

un arroyuelo de saliva que baja por las piernas de la noche.

 

Acá 

cerca del presente

es un insomnio

un duende que gatea en el patio de las casas.

 

Y aquí donde estoy ahora 

es un buitre que no se anima a respirar despierto.

 

Es aquí donde cavila el río.

donde las piedras y el tiempo son afines

y sin embargo 

                    nada es igual a sí mismo cuando es el río el que lo dice. 

Aquí intento descifrar el pie que alarga el agua 

y sin embargo 

                    es eterno el tropel de hormigas

 

 

 

Los machetes ebrios

 

Mi madre le arrancó los ojos a la ventana 

y me escondió en el cuarto. 

 

Afuera una voz discutía con el trueno

y en el nombre de mi padre predicaba maldiciones.

 

Yo hubiera querido no entender las piernas 

que temblaban en el cuerpo de mi madre

pero afuera una mano 

y un cuchillo 

exhalaban el hedor de los infiernos.

 

Es un machete loco que está borracho

 susurró mi madre. 

Es un borracho que está machete de locura

atinó a decir abuela. 

 

El cuchillo hablaba de matar al río 

y la mano fiel al filo lo seguía.

 

El río supo a tiempo que lo buscaban las heridas. 

Sabía bien que sus enemigos en este pueblo 

cuando están borrachos no respetan los alambres.

 

Entonces ensilló el miedo 

y huyó a la cueva donde duermen los que huyen.

 

El machete juró que le cortaría las rodillas hasta verlo hincado 

juró que le cortaría la lengua hasta verlo sin palabras.

 

Mi madre abrió la puerta y se arrancó el silencio. 

Le pidió que vaciara los demonios. 

Le dijo que por Dios se fuera

 que mi padre no estaba

que ahora mismo era un río

río abajo

donde no es posible que lleguen vivos los machetes ebrios. 

 

   

 

La cara del abuelo

 

He dicho que este río no reparte palabras 

como lo hacen los guerreros 

pero algunos domingos es distinto.

 

Llega al patio con un sombrero 

que huele a canciones mexicanas.

 

Esquiva los perros y entra a la cocina 

como si no fuera un riesgo para las brasas.

 

Mi madre dice que esta cara es la misma que tiene abuelo 

que mire bien las zarpas de la lluvia en cada brazo 

pero yo sé que es el río 

el río que suda

el río que pide un vaso de agua

el río y su costumbre de hacerse pasar por otros.

 

Yo salgo del cuarto y corro a recibir sus manos. 

Me abrazo al cauce de sus piernas flacas 

y salto para que emborrache el aire con mi cuerpo.

 

El río o abuelo

 (en este punto da lo mismo)

saca canicas del fondo de las pozas 

saca dulces como si arrancara peces de sí mismo. 

 

Es su forma de decir que le gustan los domingos. 

Es su forma de mojarse el corazón.

 

Por la tarde el río vuelve a montar en su caballo y se va

se va. 

Rio abajo 

veo la cara del abuelo que se deshace poco a poco. 


 

 

Trabajo infantil

 

La puerta del infierno queda exactamente a las cuatro de la mañana.

En este punto se abren las bisagras del suplicio

y toca levantarme a sostener el frío.

 

La puerta del infierno me arrastra del pelo. 

Me lleva por los potreros 

y exige que reúna en un corral las huellas de la noche. 

 

Es mi trabajo de niño dejar en orden los cascos de cada día.

Es mi tarea arrear la obediencia que requiere mi padre.

 

La finca tiene murciélagos de angustia 

que se asoman a las cuatro en punto. 

A esa hora apuño el alma 

y me arrastro como un minero ciego 

por las vísceras del miedo. 

 

A esa hora cargo la tristeza de los héroes 

que bajan diariamente al inframundo.

 

A lo lejos oigo el bostezo de la luz

el alba es un canto de gallo que me saca poco a poco del infierno.

 

Lo que sigue es una salvación que se llama autobús para el colegio.

Lo que sigue es el viento libre de las sílabas en un cuaderno.

 

Pero de qué vale el puente sobre el día 

si a las cuatro de la mañana

a la cuatro en punto 

rechina

como siempre

la puerta del infierno.

 

 

 

El río es un niño 

 

El río que pasa por aquí está loco de remate.  

Es adicto a la silampa

y a la risa que dan las garzas cuando llegan a morir. 

 

Yo aprovecho esta locura 

y le pido que vaya conmigo al bosque.

 

Entonces el río salta de la lluvia 

y resbala por las lomas de la tarde.

 

Le digo que tiene agua de salvaje en la mirada 

y este loco brinca de niñez sin saber a dónde va. 

Cree que es cierto lo que digo. 

 

Busca lianas para colgar la risa 

y yo lo sigo.

Se tira de las ramas a la boca del vacío

y yo lo sigo.

El río es un poeta que no sabe que es un niño.



 

El río que matamos

 

Se oía como el llanto de un trueno.

Llegamos a pensar que tal vez era el alma en pena de un volcán con ira. 

Pronto supimos que un lagarto de hambre le había roto la garganta al río.

 

Corrimos con vendas de urgencia a coserle los ronquidos. 

Pero no hubo forma de atajar el murmullo 

y menos los rumores del agua ya sin aire.

 

Tenía la cola alicaída como un árbol cuando pierde el equilibrio. 

Alguien dijo que lo mejor era matarlo de un balazo. 

No había caso que sufriera más.

 

Lo amarramos del hocico y a rastras lo llevamos a un barranco.  

Sonó el balazo. 

Se oyó el resuello. 

 

El río cayó sin habla a la orilla de su cuerpo. 

Ni una gota de sí quedó en el aire que dolía. 

Ahora el resoplo que se oye es un insecto, 

un animal de monte que tal vez escapó con vida 

o quizá esto que desagua la tristeza es un fantasma

un río sonámbulo 

que va de pueblo en pueblo

sin saber que lo matamos.