El ocaso de los agüizotes
«Entre nosotros triunfó la televisión, el cable y la internet. Aquí se le teme a Drácula, a Jason, a Chuky».
—No me asusta el cadejo.
—Lo decís porque no lo has visto con su color negrísimo, sus ojos llameantes y su gran tamaño.
—Sí lo he visto. Ayer los roqueros lo atraparon en media calle y lo metieron al cementerio a la fuerza. Lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Era una antorcha errátil acrecentándose entre cruces y lápidas envuelta en un alarido espantoso. De lástima le eché un balde con agua que saqué de una pileta que estaba a la orilla de la cripta de los Laguna.
—No creo. El cadejo es un espíritu maligno. Él hace daño, no al contrario.
—No miento. Me tocó sanarle las quemaduras y vendarlo. Luego lo saqué al patio para que se fuera, pero los perros del barrio amenazaban con darle una paliza. A la chancha bruja, esa misma noche, la agarraron en la esquina Colón y se la llevaron a una fiesta patronal para embadurnarla de cebo y dar un premio al que la atrapara; a los zipes que andaban en el valle, los del Instituto de la Niñez consideraron que eran niños abandonados al presentar claros defectos físicos, por lo que los agarraron y los bañaron creyendo que de esta manera les quitarían el color ceniza; los rasuraron y los vistieron llevándoselos a un orfanato. Así mismo, al ver que sólo balbuceaban los matricularon en el primer nivel de niños con capacidades especiales. Al viejo y la vieja del monte se los llevaron a un asilo de ancianos, pero al ver que alegaban ser protectores de lugares paradisíacos con argumentos de ensueño, se los llevaron de inmediato al hospital psiquiátrico… A…
—¿Y el cadejo?
—Me tocó acompañarlo, pues les temía a los abundantes drogadictos y vagos; le temía al puñal, al garrote y al arma de fuego. Por eso, para que se le pasara el trauma me lo llevé a la feria del parque. Los ancianos lo miraron con extrañeza. Los infantes en cambio dejaron a los payasos y a los juegos mecánicos para acudir a halarle las orejas y la cola; para derramarle sorbetes en la frente y colorearle la nariz.
—¡No mientas! Si hubieras ido a la feria en realidad con él, la gente hubiera huido despavorida.
—Hablo en serio. Después de un rato, cuando se le había pasado el temor, retornó a su instinto diabólico e intentó abalanzarse sobre el vende-hotdogs, pero éste le propinó un leñazo. El pobre animal cayó convulsionando. Me costó mucho trabajo hacerlo incorporarse.
—¿No le temen, entonces?
—No. No le temen. En este lugar lo confunden con un perro callejero cualquiera. Desconocen que es el perro del mal. Entre nosotros triunfó la televisión, el cable y la internet. Aquí se le teme a Drácula, a Jason, a Chuky y a Freddy Krueger. A todos los seres propios de Halloween. Aceptémoslo, nuestros espantos fracasaron.
—¡Pero yo todavía les temo!
—Eres uno entre un millón. No eres normal. La globalización aún no te ha atropellado. Mejor ven, sigue así. Te llevaré con el cadejo a la estación del bus que lleva al pueblo tras los cerros. Ahí tus creencias acerca de mitos y leyendas nicaragüenses no serán tan extrañas.
—¿Y vos?
—¿Yo? Yo me quedo. Ya soy parte de la organización del día de brujas.