Cuentos para ir a la cama
Dos relatos de la autora nicaragüense Mabel Gaitán, parte de su primer volumen publicado.
En honor a Carlos
Eran constantes los ademanes en sus manos al compás de las palabras casi gritadas que profesaba a su acompañante. Sus aretes largos, al ritmo del movimiento de su cabeza, casi al unísono con el parpadeo insistente de sus ojos bailarines, coquetos a media luz en aquel bar.
Todos absortos escuchaban al literato recitar aquel poema de Carlos Martínez Rivas “Cuando ya no me quieras y no podamos estropear nada porque nada estará vivo y confiado…” Ella, sin conocimiento literario alguno, en lo que menos pensaba era en letras, ni siquiera sabía quién era ese tal Carlos del que todos hablaban esa noche. Espontáneamente, preguntó al mesero “¿y a qué hora viene ese Carlos?”, el joven sin poder contener la risa le explicó que hace trece años que había fallecido, entonces con más razón le pareció absurdo que todos estuvieran ahí en nombre de alguien que murió hace tiempo. ¡Pobrecito, se murió! Dijo, a lo inmediato ordenó otra media de Extra Lite.
“Cuando tú te hayas ido y yo me haya ido y los de la música se hayan marchado y el portón se cierre…” Los aplausos inundaban aquel pequeño lugar que apenas un mes atrás se inauguró. Poesía, música flamenca, algarabía de doctos y letrados, y uno que otro aficionado a la literatura. Ella estaba ahí, pero lo único que rondaba su mente eran los números, la suma de los recibos de agua y luz que tenía atrasados, el pago del alquiler que hace una semana debía haber cancelado, la deuda adquirida en la pulpería la quincena pasada, números, números, números “dentro pasan el largo fierro por la argolla asegurando con la correa el cerrojo y soplan los candiles y las mechas se quedan humeando…”
Era su tercer intento esta semana para salir de alguna de sus deudas. Estaba convencida de que esta vez no se iría con las manos vacías. Tres medias de Extra Lite adornaban la mesa, ella servía los tragos y nadie notaba que llenaba la copa del acompañante, mientras ella jugueteaba con su copa.
¡Claro! No estaba ahí para embriagarse como lo hizo dos noches atrás en las que solo consiguió una resaca y amanecer en un motel barato en las cercanías del Roberto Huembes. Un objetivo, embriagar a esa pobre víctima, un bibliotecario bohemio que recibió el salario de su quincena, más el pago por algunos libros que sacaba por debajera de la biblioteca y los negociaba a precios accesibles.
—Esa, esa es la parte que más me gusta de ese poema —indicaba el soñador bibliotecario asalariado, que de vez en cuando se proponía vivir alguna de las aventuras que leía en los libros. Esos romances intensos de momentos noctámbulos y alocados. No tenía mucho de conocer a Leticia, apenas una semana atrás se sentó junto a ella en el transporte colectivo, cuando se dirigía rumbo a su trabajo. Aún vivía con su tía, que le exigía el aporte quincenal para la comida. Tres años hace que estaba solo luego que su mujer se marchara con uno de los maestros de la escuela donde ella fungía como profesora de Convivencia y Civismo. Decidió hablarle a la mujer e intercambiar números de teléfonos para un posible encuentro. Ese era el día. La llevó a ese lugar porque en la biblioteca repartieron algunas entradas y las cervezas estarían en promoción. Todo en nombre de la poesía. “diremos: Algo se ha perdido. No mucho. Nunca es mucho. Pero algo esencial —un culto, un lenguaje, un rito— está perdido”.
A ella le importaba un comino la parte del dichoso poema que pudiera gustarle al bibliotecario. Con mucha dificultad había estudiado hasta el primer año de secundaria. Nunca aspiró a mucho más que encontrar un hombre que le facilitara la vida. Eso jamás sucedió. Trabajó como doméstica en diversos lugares, pero al final terminaba envuelta en querellas con sus patrones cuando era sorprendida en amoríos por las señoras de la casa, ya sea con sus esposos o hijos. Y es que Leticia no era de un semblante desagradable, siempre y cuando estuviese callada. Su voz chillona estorbaba a cualquiera, pero la verdad, pocos la querían para conversar.
Las incoherencias del bibliotecario eran el indicio de que el licor había bloqueado el raciocinio de sus pensamientos. Recitó imprecisamente junto con el hombre que estaba en el escenario declamando apasionadamente el poema: “Cuando hayamos dejado de ser esto que somos: pareja expuesta al dardo, mal avenida pero bien enlazada, y nos dispersemos en otros círculos y nos disipemos en otras charlas; habrá quien diga: Aquí dos seres carmesíes se atraparon. Los vimos balancearse, estremecerse, oscilar, retornar a la seguridad y caer”. Interrumpió su recitación cuando ella le sirvió otro trago, él comenzó a relatar que fue conocido de Carlos Martínez Rivas, que una vez llegó a la biblioteca a buscar las obras completas de Darío y él lo atendió, que desde ese momento fue uno de sus amigos y hasta se tomó algunos tragos con él. Leticia fingía interesarse por las anécdotas de su recién amigo, mientras urdía la forma de proceder al acabarse la última media.
“Para entonces, el zumbido del tractor volverá a oírse desde el fondo del llano. Las chorejas del Guanacaste caerán con su golpe seco frente al portal. Pero esos rumores de la vida nos llegarán por separado, y otro sol será tu sol y otra luna será mi luna”. El lugar estaba lleno. Leticia observaba a las personas quienes le parecían extrañas. Eran como caricaturas que habían salido del mismo libro. Unos usaban boinas, varios portaban libros, cosa absurda según ella ¿libros en un bar?, la música no le parecía fea, pero sí carecía de entretenimiento. No se escuchaban cumbias, ni palos de mayo. Eran unos hombres barbudos con guitarras que tocaban música española para adornar el recital. Pensó que de seguro todas esas personas habían tenido vidas más fáciles y por eso amaban más las letras que los números.
“Cuando ya no me quieras. Cuando en la reunión tus ojos al encontrar los míos ya no digan: Aguarda a que termine con esta gente, pero mi corazón te pertenece. Cuando en las sucesivas fases de tu errabunda búsqueda femenina ames a otro: y te descalces delante de otro cetro y te desveles bajo otra antorcha y triturada por otros trapiches trasiegues el poder que yo te transmití”. Convencida de que por fin conseguiría lo esperado, dejo su mente en blanco por un momento y se dispuso a escuchar lo que el hombre tan apasionadamente decía tomando el micrófono como quien se dispone a besar a su amante. “pensaré aguzadamente: Ya se le agotará. ¡Y entonces vendrá a mí y no le daré más! Y así siga por el mundo y a través de los días rumiándote en el hosco destierro, granitizándome en la frustración y el orgullo como un mendigo sobre un pedestal. Remontando el obstruido pasado como un sucio canal maloliente en el crepúsculo: Aquí estuve brutal. Ahí comenzó el desierto. En aquel banco trató de herirme. Tal día…Y así te evoque. Así conjure tu sombra agujereándola de flaquezas y máculas. Cuando ya no me quieras y yo ya no te tema”. Por un momento le parecía entender, aquel hombre hablaba de un pasado, de una tristeza, de alguien que perdió algo y entonces recordó que en algún momento de su vida no eran los números los que imperaban en su mente, alguna vez, le pareció conocer de tal amor que en varios poemas anteriores había salido a relucir.
Sí amó, a Martín, el primer patrón que tuvo. Aún era una jovencita y estaba enamorada del hombre que se metía a su cuarto por las noches y le juraba que dejaría a su mujer para estar con ella. De verdad le creía con la ingenuidad de las muchachas que ven novelas mexicanas, donde la sirvienta se convierte en la dueña y señora de la casa. Hasta que la patrona se enteró del idilio de su esposo y la echaron sin derecho a ninguna retribución económica. Pensó que él se arrepentiría, le pediría perdón y la buscaría para decirle que por fin abandonó a su mujer para hacer una vida con ella. Le parecía mentira que aquel hombre pudiera haber fingido todas esas noches apasionadas en las que le dijo que la amaba.
Eso nunca ocurrió, él jamás la buscó y una vez de casualidad se lo encontró, él muy elegante en su auto, mientras ella esperaba el bus en la parada del Vélez Páiz, lo vio acaramelado con una mujer que iba en el carro que tampoco era la esposa. Ahí fue cuando supo que todo fue un cuento que ella se inventó. Pero el hombre del micrófono parecía creer en el amor.
Ya el bibliotecario ni hablaba, bloqueado totalmente por el alcohol ni siquiera se dio cuenta cuando Leticia le metió la mano en la bolsa del pantalón, y mientras el recitador terminaba su declamación: “Cuando contentadizo, trivial, inadecuado para la soledad y la amargura yo mismo haya olvidado —cuando ya no me quieras— que me quisiste; garras y mantos de mujeres: Furias como Pietás, Erinias disfrazadas de monjas me depositarán en la oscura y helada tumba que me busqué” Leticia salió de prisa de aquel lugar, convencida de que la poesía sí servía para algo. Mientras el público raro que parecía haber salido de un libro de personajes de otro mundo, entre aplausos y gritos, decía a una sola voz ¡Viva Carlos Martínez Rivas! ¡Que viva!
¡Eres el hombre!
Estaba a punto de cumplir su sueño. Ya había salido del camerino donde le dieron los últimos toques a su apariencia. Todo era tal como lo imaginó años atrás, las luces danzarinas de todos los colores, el humo artificial que formaba una niebla que por un instante lo trasladaron a aquella tarde pálida de enero.
Estaba de pie frente al féretro en el que reposaba el cuerpo de su padre, lo veía detenidamente esperando algún indicio de que fuera una equivocación, que Don Alberto solo estuviese dormido. Por un segundo le pareció que levantó una ceja, pero eso era imposible. No entendía con claridad los motivos. Leucemia diagnosticaron los médicos y durante meses había tenido que observar cómo su padre se apagaba. Ahora eres el hombre de la casa, le indicó antes de morir, debes cuidar a tu madre y hermanas. Debes cumplir tus sueños. Eres el hombre. Esas palabras resonaban en sus oídos como amplificadas con eco profundo.
No se reflejaban indicios de nervio en su rostro. Esperaba que el presentador pronunciara su nombre para hacer su aparición en el escenario tal como lo había ensayado: con la frente en alto, una sonrisa amplia, con su mano derecha alzada para saludar al público.
—Ven Daniel, vamos a hablar de hombre a hombre —dijo Don Alberto dando una palmada sobre la cama para invitarlo a sentarse a su lado. El niño se acercó con sumisa actitud. Se sentó en el lugar indicado y fijó su vista en un cuadro cerca de la ventana de la habitación en el que se veían muchas mariposas de vivos colores.
—Sé que no he sido un buen padre, pero estoy cerca de morir y aunque solo tienes diez años, pronto serás el hombre de esta casa. Inesita, Abigail y tu madre van a necesitarte. Debes comportarte como un hombre. Eres el hombre.
Los aplausos inundaban el lugar, alrededor de quinientas personas con sus trajes de gala. Todo era brillo y esplendor. Por primera vez sentía seguridad. Diecisiete años apenas que se proyectaban en su memoria como escenas de una película que ya había visto.
Aún observaba la figura inerte del hombre al que llamaba papá. No lloraba. Todos decían: “pobre niño, está tan mal que ni siquiera puede llorar”. Pero Daniel no sentía deseos de llorar, lo único que le inquietaba era que en cualquier momento el hombre pálido que estaba en el ataúd pudiera abrir los ojos, por eso lo veía, se dedicó a observarlo hasta asegurarse de que era real, que aquel cuerpo en realidad no tenía vida.
Salió del cuarto sin decir nada, solo escuchaba como disco rayado “eres el hombre”. “¿Qué significaba eso?”, se preguntaba constantemente. “¿Dónde están los manuales para ser hombre? ¿Qué cosas debe hacer un hombre?”. Tuvo la compañía de su padre por diez años, pero no tenía claro cómo debía ser un hombre, a veces pensaba que si golpear a las mujeres como su padre lo hacía con su madre significaba ser hombre. Eran muchas interrogantes para alguien que únicamente recibió una orientación directa y vaga.
Veía a los demás detrás del telón y pensó si algunos de los que estaban en ese teatro sabían qué significaba ser El hombre. Pensamiento absurdo para quien al fin lograba lo único por lo que había luchado con esmero.
Hacía calor, entre aplausos, música y el bullicio de la multitud, la encargada de la estética salió con una cajita de maquillaje y pasó una esponja sobre la cara de los participantes que pronto saldrían al escenario.
La verdad Daniel no fue un mal hijo. Buen estudiante, siempre destacado en las actividades artísticas. No tenía malas compañías, y mientras estudiaba los sábados, el resto del tiempo se dedicaba a trabajar en una barbería del mercado municipal.
Hasta los quince años había sido el niño modelo, los dos últimos años, sin dejar de ser emprendedor y esforzado cambió un poco; ya no era tan retraído, comenzó a tener amigos y amigas. De pronto recordó el resto de la orientación de su padre, “debes cumplir tus sueños”; entonces sonrió, al menos una parte del mensaje logró cumplir. Estaba seguro de que si Don Alberto estuviera vivo no estaría contento, nunca imaginó a Daniel en un escenario, pensó que sería médico, abogado o alguna de esas profesiones de hombres de ciencia.
—Después vas vos —le indicaron, y con un movimiento de cabeza aseveró estar preparado. La hora había llegado, sabía que su madre no estaría ahí, pero Inesita sí. Ella era diferente, lo entendía y lo amaba, después de todo él lo hizo bien, la cuidó mientras su madre trabajaba en el centro de salud. Fue él quien la rescató de aquel maldito hombre, Víctor, el azote del barrio que tenía a la niña arrinconada, en un callejón que daba al final de la cuadra. En el preciso momento en que la niña sería abusada, fue su hermano quien armado de una piedra distrajo al criminal; ¡corre, Inés, corre!, gritó el niño, y tomó el lugar de su hermana. Fue violado.
“No es momento para pensar en esas cosas, ahora si llegó la hora, voy a salir”. Recibamos con un fuerte aplauso a nuestra siguiente finalista a Miss Gay Nicaragua, Daniela Acevedo, estilista, con diecisiete años de edad. Los aplausos, las luces, el humo, su vestido adornado con lentejuelas e Inés eufórica en primera fila.