Ernesto y el arte majadero

Una reseña sobre la reciente novela Ulises y los juguetes rotos, basada en la vida del escritor nicaragüense Ulises Juárez Polanco

No pude alejar mi lectura de Ulises y los juguetes rotos de lo que ocurre en la realidad, en alguna de las varias capas de realidad que conforma todo lo que vemos. Me refiero a esto: estoy casi seguro de que Ernesto Carrión no se acuerda cuándo nos conocimos. Hace un par de meses coincidimos en una defensa de plan de tesis de la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad Andina Simón Bolívar, en la que conversamos con el estudiante y nos la pasamos bastante bien. Pero no nos conocemos de ahí, o mejor dicho, yo lo conocí en 2008, cuando Ecuador fue el invitado de honor a la Feria del Libro de Caracas. Él ni siquiera lo recuerda. Carrión y muchos escritores fueron invitados para representar las letras nacionales; yo, en cambio, asistí en calidad de periodista para cubrir los pormenores del evento, como representante de un periódico ya desaparecido. 

Apenas aterrizamos en la capital venezolana, la visita se transformó en lo que el lector puede esperar de Ulises y los juguetes rotos: un desenfreno. Era lo más obvio: varios artistas lejos de casa y de toda figura de autoridad, con los gastos pagados, en una ciudad hermosa, con la misión de representar al Ecuador y hablar de literatura. ¿Se puede pedir más? Huelga decir que, como Troya, Caracas ardió ese fin de semana: vi cosas que no pude narrar en el periódico, pero que sí asenté en mis diarios personales. Tal vez en ese viaje, sin que Ernesto lo sospechara, nació Calibán, uno de los  principales de Ulises y los juguetes rotos, porque el comportamiento de mi colega guayaquileño, al menos como yo lo evoco, me recordó en cierta medida al de Calibán mientras leía la novela.

Por eso, en mi lectura de Ulises y los juguetes rotos no fui capaz de disociar los niveles de realidad que circundan esta novela y los de ficción que se entretejen dentro de ella, y que se entrelazan todo el tiempo. Esa es precisamente una de las virtudes de este aparato narrativo: jugar a decir algo y significar algo lejano, algo que no está ahí, pero Carrión nos hace creer que sí. Me explico: en las primeras páginas de la novela, se deja bien claro que los personajes llegan a México pero NO para buscar al padre, aquí ya sabemos a quién alude, sin embargo, la novela está llena de muertos y espejismos: en el capítulo VII, ya bien entrada la obra, el narrador describe lo que Ulises ve desde el taxi: “México y sus fantasmas. Veracruz y sus fantasmas”. ¿No que no jugábamos a Rulfo?

Ese es el juego: fantasmas que en realidad existen, pero que todos sabemos que no son reales. 39 artistas (que no tienen que ver con los Bogotá 39: he ahí otro grado de irrealidad) han ganado una beca del FONCA para desarrollar un proyecto durante cuatro meses, en México. Lo que promete ser un viaje de autodescubrimiento a través de la literatura y la experiencia, pronto se convierte en algo más, en otro nivel de realidad insospechado, como lo que yo vi en Caracas hace tantos años. No es casual que la obra lleve por título el nombre del mayor nostálgico de la historia de la literatura y trate sobre un viaje, pues la novela de Carrión también propone peleas contra Polifemos, Caribdis y Escilas, solo que estos enemigos no son reales, están dentro de los personajes, que tampoco son reales, aparentemente, pues tras un par de días en México, sin saberlo, abandonan para siempre su ser y esencia y pasan a ser alguien más, adoptan una nueva identidad, una viajera.

Lía Rangel deja de llamarse así y se convierte en Blancanieves; Río Carcelén se transforma en Calibán; Ramiro Cueva será La Madre; José Carlos López, El Tramoyista; María Justa Benítez, María la Escamada; etc. Incluso los dos subgrupos dentro de los ocho escritores se convierten en el Triunvirato del Mal y Sus Satánicas Santidades, y algo tan inocente como un “voy a salir a conocer la ciudad” deja de llamarse así y se transforma en el Tour de los Rolling Stones. Por lo que el viaje homérico, en esta novela de ficciones sobre realidades, tiene más rocanrol que musas inspiradoras. 

Pero las musas, aquellas deidades que encaminaban la creación artística, aparecen al inicio de la novela y también después, no como seres antropomorfos, sino cada ciertos capítulos alternados en los que tenemos la suerte de descubrir que, a pesar del desenfreno que supone México, hay espacio para la literatura, pues Carrión nos regala atisbos de los proyectos que los escritores están desarrollando con la beca. Así desfilan una suicida llamada Casandra que busca amor, un hombre sin memoria a quien le sigue la cabeza gigante de Jorge Luis Borges, un tal William creado por un becario peruano a quien nadie ha visto, un primitivo cinematógrafo que proyecta la electrocución de un elefante gris. Es decir, puras mentiras, pura literatura.

Sirva el capítulo mencionado, el VII, “Hotel elefante”, para seguir ahondando en la verdad de las mentiras: es el proyecto de Clon de pichón (es decir Byron Galindo, el colombiano que en realidad no lo es porque su identidad es pastusa) y nos habla de la ficción: en un cinematógrafo se proyecta, como he dicho, la electrocución de un elefante, que fue una de las tretas que usó Thomas Edison para desprestigiar a la corriente alterna que proponía Nikola Tesla, y que es la que ganó la batalla de las corrientes, por sobre la continua. ¿Qué es la ejecución de un animal, para ganar una guerra comercial, sino una suplantación de la verdad? ¿Cuán diferente sería hoy nuestra realidad si hubiésemos creído en esa masacre de elefantes? 

Y valga el proyecto titulado “Hotel elefante” para recalcar que los personajes siempre se mueven por hoteles y hostales de toda calaña: ¿y qué es un hotel sino el simulacro de un hogar? Quizá el simulacro más despiadado, porque con base en comodidades intenta hacernos olvidar que no estamos en nuestra patria, que en realidad no estamos cómodos, que lo que vemos no es nuestro hogar ni nuestra familia, ese no es nuestro colchón ni ese nuestro lado de la almohada, no están nuestras bibliotecas, no está nadie. Este ambiente falso es en el que los personajes deambulan como los muertos de Pedro Páramo, quejándose también, padeciendo, incapaces de encontrar el camino o de abrir los ojos para descubrir que la realidad ha sido alterada por los excesos. 

De la misma forma, Calibán y Lollipop arman un simulacro de pareja y luego un simulacro de familia: primero, con el desenfreno de sentir que la vida les debe algo, que la vida es un carnaval; y después con la confusa convicción de que el amor se les ha atravesado, sin saber si el sentimiento es real o no, pero con la determinación de querer seguir una mentira porque se siente bien, como todos lo hemos hecho en algún momento. Los becarios de Ernesto Carrión van fundando una realidad alterna sin saberlo, sin proponérselo, y se aferran a ella como nos hemos aferrado a alguien que ya se ha ido. Los personajes de Carrión proponen un performance del desenfreno, una obra de teatro donde la vida no es sueño, sino lo opuesto. Se arma un escenario con telones para convencernos de que estamos bien, que estamos a salvo, que nuestra vida es buena, pero es falso. Así de saltarines e histriónicos son los seres de esta novela, con los que es posible pasar un buen rato.

De ellos destaca el que quizá sea el protagonista, el único que no es histriónico: Ulises. Este ser ficcional es el único sensato con un norte, como el Ulises homérico: quiere escribir un relato por cada especie vegetal mexicana, para dar cuenta del viaje como autodescubrimiento y de la historia nacional. De toda la camada, Ulises es el único que no ha recibido apodo, que no se ha entregado al carnaval de ser artista en el extranjero. Pero no se dejen engañar: él también es un mentiroso como todos, como lo es Ernesto Carrión porque es artista. Mientras viaja a México, Ulises trata de deshacerse de su personalidad de abogado, que nunca se la sacude del todo, y si lo lograra, jamás dejará de ser el recipiente de tres fantasmas que conviven en él: el Juan Preciado de Rulfo, el García Madero de Bolaño y el Príncipe Mishkin de Dostoievski. En otras palabras, el personaje que nos filtra la novela, basado en el real Ulises Juárez, es también un embuste. Por lo visto, ya no se puede confiar en nadie en estos tiempos. 

En Ulises y los juguetes rotos la ficción tiene más legitimidad que la realidad, pues esta la reemplaza y juega a ser real. Y digo que juega a ser real porque esta novela es un divertimento: está aquí para incomodarnos, para reflejarnos aquellas mentiras que nos decimos para convencernos de que estamos bien, cuando en realidad no lo estamos. Y eso también está perfecto, porque somos las mentiras que nos decimos y esparcimos. Como lo que yo vi en Caracas, tal vez vi a Ernesto o a Calibán, ya no recuerdo bien y tampoco importa porque la literatura y el arte son una mentira. Todo arte debe remezclarse, debe mutar, mestizarse, que es lo que Carrión hace con toda la literatura que ha leído y que ahora apelmaza en esta novela disfrazada de México. Nadie recicla mejor la literatura que los necios, esto ya lo comprueban los personajes y su literatura bastarda, y lo asienta en piedra en Ulises y los juguetes rotos, con una frase lapidaria que se desprende del primer capítulo, casi como una advertencia: “Porque así muere todo buen arte: reciclado por un majadero”.

 

Roberto Ramírez

Nació en Quito en 1982. Es doctor en Estudios Lingüísticos de la Universidad de Barcelona y máster de Creación Literaria de la Pompeu Fabra. Ha publicado tres novelas, producto de concursos literarios: en 2021 apareció Evangelio del detective formidable en la Universidad Autónoma del Estado de México, finalista del Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano; en 2018, No somos tu clase de gente, que se adjudicó el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit, uno de los galardones literarios más importantes de Ecuador; en 2015, La ruta de las imprentas vio la luz en la Universidad Veracruzana, finalista del …

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