Hay palabras de las que he tenido que salvarme: muestra poética de Stephen Dunn
En esta nueva edición de Alastor, el poeta y traductor Alain Pallais nos ha traducido una muestra de la exquisita poesía de Stephen Dunn.
Aquí y ahora
para Bárbara
Hay palabras
de las que he tenido que salvarme,
tales como Mi Señor o Santísima Madre,
palabras que dije y nunca debí hacerlo,
aunque admito que una parte de mí
extraña la grandiosidad ornamental
de la Misa Mayor, ese olor
a incienso. Descubrí que en verdad
el cielo existía, pero era algo mutuo
y momentáneo, así como la lujuria
percibiera al mismo tiempo—
dos mortales, por decir algo, en una cama flexible,
resuelven un pequeño asunto entre ellos.
Tú y yo se volvió una frase
que diría antes de irme a dormir
y una vez más al despertarme—palabras ansiosas,
en las que no confiábamos todavía.
Parecía que te habían puesto en la tierra
para alejarme
de todo lo mordaz y doctrinal.
Es posible que la electricidad ponga las cosas en marcha,
sin embargo, he llegado a comprender
que si han sido hechas para durar
como el constante zumbido de un cariño
de bajo voltaje
deben tener un final. ¿De qué otra manera
se puede retener el derrumbe ocasional
hacia el abandono y al mal humor?
Con el tiempo, aprendí a dejar que el cielo
continuara su curso mítico, a nunca más
suplicar
por una sola idea. De aquí en adelante
para ti y para mí será el aquí y ahora.
Nada puede salvarnos
ni deseamos ser salvados.
Que venga la noche
con su austera grandeza,
con sus viejas supersticiones y temores.
No puede causarnos daño.
Pondremos música,
abriremos las cortinas, dejaremos que las cosas
se oscurezcan, tal como ellas lo desean.
Melancolía de la desnudez
Imaginaba que había llegado la hora
de desnudarse una vez más, de quitarse algo
para alguien más interesado en ella
que en el arte. Pues deseaba ser atendida
por una caricia más que por la vista,
ansiaba que le arrancaran la ropa, que se la rasgaran
y la arrojaran al piso. Pero esto a veces
le hacía difícil pagar el alquiler.
Era una profesional del desnudo, presta
a permanecer inmóvil durante horas
y experta en hacer lo que le decían
en un mundo donde era tanto una mujer
como un objeto. Siempre regresaba del deseo,
saciada, al contrapeso de su trabajo,
con muy poco dinero y a menudo con una sonrisa
que el artista — quien era ya el dueño del desnudo —
intentaría ignorar o incluso alterar.
Cada vez un poco más bello
Esta vez llegué a la línea de salida
con mis mejores tenis y toda mi energía
reservada para el final, sólo he traído mi amor
a la pista, al reloj y demás corredores.
Cada uno pondría a prueba
la superioridad y resistencia
de los otros, aunque en el pasado me desviaba
con frecuencia por un camino paralelo
a perseguir cualquier distracción silvestre,
dejándome llevar por algo extraño o bello,
acostumbrándome a los pocos métodos
para no culparme de mis fracasos.
Había llegado a la conclusión de que esa belleza
radicaba en la osadía
de tomarse en serio a uno mismo, en seguir
ese camino, sin importar cuál éste fuera.
El corredor delante de mí estaba a punto de desaparecer,
su larga y elegante zancada iba acortándose
mientras lo sobrepasaba. Al menos ahora
podía asegurar que había superado mi mejor marca.
Pues el hombre de la estocada final
ya había iniciado su jugada. Qué hermoso, oí
decir a un espectador, como si algo inevitable
y próximo a salir de la nada estaba en camino una vez más.
Herencia
No debería sorprenderte que el lugar
que siempre deseaste, y que ahora te es otorgado,
llega con cierta decepción.
Por fin estás aquí, dentro, sin ningún amigo
a la vista. La única alegría que existe
es esa que has cargado contigo,
ha sido tan poco lo que has traído.
La buganvilia que está en la ventana del frente,
así como el jardinero, tiene el aspecto
de algo que desea elogios constantes.
Y las vigas expuestas de madera,
en su tiempo la atracción principal,
ahora son algo pretenciosas,
dignas de alguien que no eres tú.
Pero es tu propiedad y supones
que serás reconocido en las pinturas que cuelgues,
en los libros de los estantes y, sin duda,
por la necesidad de justificar el papel tapiz
como un error ajeno. Quizás esa es la razón
por la cual, dondequiera que vas estos días,
la vanidad te ha seguido como un perro gracioso.
Te imaginas que con una casa como esta
deberías hacer una gran fiesta, invitar
a Nick Carraway y pedirle que traiga
a la chica de tus sueños, y acaso ¿querría ser
el árbitro de las incertidumbres de la noche?
Te imaginas que las verdaderas amistades
nunca podrían llegar a ser mejores
que algunos personajes ficticios.
Desde hace semanas, tus sueños
te ofrecen sus verdades rotas.
Todavía no sabes cómo habitarlos
y podría costarte otra fortuna averiguar.
¿Por qué no solo intentas instalarte,
por inmerecido que sea, ocupar tu lugar,
entre los afortunados? ¿Por qué dudar que
casi todo el mundo, incluso en su propia casa,
es un huésped con problemas?
Un año antes de las elecciones
Fue un año en el que todos los poetas
parecían estar muriéndose, mis favoritos
y algunos que no podía tolerar.
Todo lo que sabía se convirtió
en todo lo que creía saber
y me volví un hombre viviendo
en el mundo de sus alocadas postergaciones.
El clima a veces estaba en calma
luego tormentoso, después otra vez en calma,
un clima interior del que me sentía a merced.
Un buen amigo se largó de mi vida.
sin dar explicaciones, nunca respondió
mis cartas ni mis llamadas telefónicas. Una mujer
me escribió diciendo que lo sentía;
nunca supe quién era ella.
Solo algunos de los recién fallecidos poetas
se suicidaron o bebieron hasta ahogarse
en el olvido. Sus muertes fueron atribuidas
a causas naturales. ¿Qué raro habría en eso?
Se hizo un largo silencio. En el pasado
eso habría supuesto que una importante conversación
estaba por comenzar. Y sí, la hubo, me contaron,
pero ninguno de nosotros estaba listo para escucharla.
Cosas habituales de la casa
Cuando mamá falleció
pensé: ahora tendré un poema sobre la muerte.
Fue algo imperdonable,
pero ya me he disculpado
como lo hacen esos hijos
que han sido amados por sus madres.
Me quedé mirando el interior del ataúd
sabiendo por cuánto más ella existiría
y cuántas son las vidas que alcanzan
en esas gratas correcciones de la memoria.
Es difícil saber con exactitud
cómo nos aliviamos la tristeza,
pero recordé mis doce años,
en 1951, antes que el mundo
se desabotonara la blusa.
Le había preguntado a mi madre (temblando)
si podía ver sus pechos
ella me llevó a su habitación
y sin ninguna vergüenza o timidez
los miré,
temiendo pedir más.
Hoy, años después, alguien me dice
que esos cánceres, quienes carecen del amor maternal,
están condenados y yo, un cáncer,
una vez más me siento afortunado.
Qué suerte haber tenido una madre
que me mostró sus pechos
cuando en las chicas de mi edad se transformaba
el relieve de sus reinos,
qué suerte la mía
pues no me castigó
con mucho ni con poco.
¿Y si le hubiera pedido tocarlos
o incluso chuparlos,
qué habría hecho?
Madre, cadáver
que me deja
amar a las mujeres con facilidad,
este poema
está dedicado a ese instante
en el que nos detuvimos, a eso inconcluso
pero suficiente,
a la manera como te abrochaste
y comenzaste a hacer cosas habituales
de la casa.
Here and Now
for Barbara
There are words
I've had to save myself from,
like My Lord and Blessed Mother,
words I said and never meant,
though I admit a part of me misses
the ornamental stateliness
of High Mass, that smell
of incense. Heaven did exist,
I discovered, but was reciprocal
and momentary, like lust
felt at exactly the same time—
two mortals, say, on a resilient bed,
making a small case for themselves.
You and I became the words
I'd say before I'd lay me down to sleep,
and again when I'd wake—wishful
words, no belief in them yet.
It seemed you'd been put on earth
to distract me
from what was doctrinal and dry.
Electricity may start things,
but if they're to last
I've come to understand
a steady, low-voltage hum
of affection
must be arrived at. How else to offset
the occasional slide
into neglect and ill temper?
I learned, in time, to let heaven
go its mythy way, to never again
be a supplicant
of any single idea. For you and me
it's here and now from here on in.
Nothing can save us, nor do we wish
to be saved.
Let night come
with its austere grandeur,
ancient superstitions and fears.
It can do us no harm.
We'll put some music on,
open the curtains, let things darken
as they will.
The melancholy of the nude
She was thinking it was time
to be naked again, to take something off
for someone more interested in her
than in art. She wanted to be treated
more by hand than by eye,
wanted her clothes pull at, torn,
tossed on the floor. This sometimes
made it hard for her to pay the rent.
She was a professional nude, good
at being still for hour at a time,
and practiced at doing what she was told
in a world where she was both woman
and thing. Always she’d return from desire
to the equipoise of her job, sated,
almost penniless, and often with a smile,
which the artis-because the nude belonged
to him now- would try to ignore, or change.
Always something more beautiful
This time I came to the starting place
with my best running shoes, and pure speed
held back for the finish, came with only love
of the clock and the underfooting
and the other runners. Each of us would
be testing excellence and endurance
in the other, though in the past I’d often
veer off to follow some feral distraction
down a side path, allowing myself
to pursue something odd or beautiful,
becoming acquainted with a few of the ways
not to blame myself for failing to succeed.
I had come to believe what’s beautiful
had more to do with daring
to take yourself seriously, to stay
the course, whatever the course might be.
The person in front seemed ready to fade,
his long, graceful stride shortening
as I came up along his side. I was sure now
I’d at least exceed my best time.
But the man with the famous final kick
already had begun his move. Beautiful, I heard
a spectator say, as if something inevitable
about to come from nowhere was again on its way.
The inheritance
You shouldn’t be surprised that the place
you always sought, and now have been given,
carries with it a certain disappointment.
Here you are, finally inside, and not a friend
in sight. The only gaiety that exists
is the gaiety you’ve brought with you,
and how little you had to bring.
The bougainvillea outside your front window,
like the gardener himself, has the look
of something that wants constant praise.
And the exposed wooden beams,
once a main attraction, now feel pretentious,
fit for someone other than you.
But it’s yours now and you suspect
you’ll be known by the paintings you hang,
the books you shelve, and no doubt
your need to speak about the wallpaper
as if it weren’t your fault. Perhaps that’s why
wherever you go these days
vanity has followed you like a clownish dog.
You’re thinking that with a house like this
you should throw a big party and invite
a Nick Carraway and ask him to bring
your dream girl, and would he please also
referee the uncertainties of the night?
You’re thinking that some fictional
characters can be better friends
than real friends can ever be.
For weeks now your dreams have been
offering you their fractured truths.
You don’t know how to inhabit them yet,
and it might cost another fortune to find out.
Why not just try to settle in,
take your place, however undeserved,
among the fortunate? Why not trust
that almost everyone, even in
his own house, is a troubled guest?
The year before the election
It was a time when all the poets
seemed to be dying, my favorites
and a few I couldn’t bear.
I folded back everything I knew
into everything I thought I knew
until I was a man living in a world
of his own crazy postponements.
The weather there was calm,
then tempestuous, then calm again,
an inner weather I felt at the mercy of.
A good friend dropped out of my life
without explanation, wouldn’t answer
my letters or phone calls. A woman
wrote to me saying she was sorry;
I had no idea who she was.
Only a few of the now-dead poets
committed suicide, or drank themselves
into oblivion. Their deaths were blamed
on natural causes. What could be stranger?
A prolonged silence began. In the past
that might have meant an important conversation
was about to occur. It had, I was told,
but hardly any of us were ready to hear it.
The routine things around the house
When Mother died
I thought: now I’ll have a death poem.
That was unforgivable
yet I’ve since forgiven myself
as sons are able to do
who’ve been loved by their mothers.
I stared into the coffin
knowing how long she’d live,
how many lifetimes there are
in the sweet revisions of memory.
It’s hard to know exactly
how we ease ourselves back from sadness,
but I remembered when I was twelve,
1951, before the world
unbuttoned its blouse.
I had asked my mother (I was trembling)
if I could see her breasts
and she took me into her room
without embarrassment or coyness
and I stared at them,
afraid to ask for more.
Now, years later, someone tells me
Cancers who’ve never had mother love
are doomed and I, a Cancer,
feel blessed again. What luck
to have had a mother
who showed me her breasts
when girls my age were developing
their separate countries,
what luck
she didn’t doom me
with too much or too little.
Had I asked to touch,
perhaps to suck them,
what would she have done?
Mother, dead woman
who I think permits me
to love women easily,
this poem
is dedicated to where
we stopped, to the incompleteness
that was sufficient
and to how you buttoned up,
began doing the routine things
around the house.