Cerdos y diamantes (y un chango)

En 2014 el autor de Canción de tumba reunió textos varios en El borracho que se cree invisible. Publicamos ahora una pequeña muestra.
El naufragio del Arethusa (1826), por Charles Wood Taylor.

Hada de la estrella azul

 
Había una vez una generación entera de cerdos muy finos pero de muy malas costumbres. Les encantaba mentir. Mentían tanto que la nariz les creció y les creció y les creció. Pero ni así abandonaron el vicio que les caracterizaba. Por el contrario, todos a una y sin ponerse de acuerdo empezaron a practicar el más elaborado embuste: convencer al mundo de que en realidad no habían nacido cerdos sino pequeños y sonrosados elefantes. Con el dinero de sus padres —hay que aclarar que estos chanchitos de chanchullo eran los hijos de Grandes Cerdos: próximamente heredarían empresas telefónicas, trasnacionales, televisoras, cadenas hoteleras, siderúrgicas y fábricas de vidrio— volaron a San Antonio o a Los Ángeles o a Panamá y se operaron las orejas. Luego contrataron a un maestro de canto que cobraba muchísimo dinero por enseñarles en secreto a barritar.

El final de la odisea es de sobra conocido: siguen siendo unos puercos mentirosos. Pero cuando los vemos en las páginas de sociales, dándose un besito de narices o ligando en cafetines lujosos (donde son atendidos por cerdos idénticos a nosotros, salvo que salen ataviados con elegante corbatín) decimos:

—Ah, mira: acá viene la foto de uno de esos pequeños y sonrosados elefantes.

En nuestro fuero interno, sabemos que es mentira. Pero resulta cansado y aburrido sostener en la calle una verdad inútil.
 
2010
 
 

Todas son mías

 
Hace ocho años que vivo con la misma mujer. Quizá me he jubilado del cruento negocio que apaleó mi juventud: la monogamia múltiple. Me explico: a partir de los 19 años he sido el marido sucesivo de siete chicas distintas. La primera era un lustro más vieja que yo. La penúltima, una década más joven. Si pienso en mis parejas anteriores a la actual, con dos de ellas me casé para luego divorciarme. Con dos de ellas tuve hijos. Junto a una cumplí funciones de padrastro. Con todas compartí casa, compras a crédito, despensas sabatinas, días de campo los domingos; y hasta ahorré pocos pesos con miras al futuro. Siete esposas, seis bancarrotas. Todo por el espurio hábito de escuchar baladas pop de amor.

Más que sentimental, mi dilema es obsceno: me entusiasma poco el sexo casual. La principal razón por la que me acostaría con una muchacha es la posibilidad de volver a acostarme con ella, de re-aprender junto a ella la sexualidad en estado de lenguaje; una estructura de signos que, como la música, va volviéndose dulce, profunda y entera mediante la familiaridad. No es difícil enamorarse de algo así. No importa cuán lascivo sea. “I’m sick and I’m in love”, dice el personaje de William H. Macy en la película Magnolia. Alguien responde: “You seem the sort of person who confuses the two”. Yo también soy esa clase de persona.

Conocí a Aída a los 17. Dos años después, compartíamos un cuarto de azotea. Era fea y yo la amaba: me liberó de mi familia y me enseñó a coger. Procreamos un hijo cuando cumplí 21. Hice nuestros trabajos finales de la licenciatura en Letras en la sala de espera del hospital mientras ella paría. Los escribí con una Smith Corona apoyada en el regazo. La gente me miraba con disgusto: el golpeteo de las teclas transgredía los estándares nerviosos de una clínica. Ya para entonces estaba viéndome con Sonia, quien a la postre sería mi segunda mujer.

(La monogamia está más cerca de la infidelidad de lo que aceptamos. Me refiero a la infidelidad “romántica”: mantener una doble relación amorosa. La promiscuidad es un territorio moral frívolo y, cuando se le practica a ojos vistas, incluso profiláctico. La infidelidad romántica, en cambio, requiere de espíritu de aventura y sacrificio, amén de que fomenta la igualdad de género.)

Me separé de Aída antes de que Jorge, nuestro hijo, cumpliera un año. Ocho meses más tarde, Sonia y yo nos casábamos. Lo que más he admirado de Sonia es algo que nunca podré tener: una ética laboral pequeñoburguesa a prueba de fuego. Con ella tuve otro hijo: Arturo. Era guapa, inteligente, solidaria, responsable. Sin una pizca de sentido del humor.

Conocí a Patricia en la escuela de Letras. Ya era yo profesor, y ella una alumna de mi edad. Resultó ser una rubia muy muy alta con una historia terrible: se había casado con un torero siendo adolescente. Tuvo tres hijos con él (el mayor nació cuando ella tenía 17) y después lo dejó pues no toleraba su adicción (la de él, claro) a la cocaína. Él se lanzó de un cuarto piso y se rompió casi todos los huesos. Pero sobrevivió. A partir de entonces, su apodo en los ruedos fue El Resucitado. En ese trance estaban Patricia y sus hijos cuando los conocí. Ella tenía 26. El mayor de los niños, 9. Yo nunca había conocido a una persona más valiente que yo. Creo que la enamoré por envidia.

Sonia y yo nos divorciamos. Patricia y yo intentamos vivir juntos. A los niños les costó trabajo aceptarme, pero nos arreglamos. El conflicto surgió de una ironía siniestra: yo había empezado a experimentar con la cocaína. Cuando noté que estaba enganchado, tuve que abandonar a esta nueva familia. Fue traidor de mi parte. Pero la otra opción era peor: no soy un hombre con la decencia suficiente como para rehabilitarse por consideración a los demás, y dos cocainómanos en la vida de una mujer y tres niños es algo que trasciende lo que llamamos mala suerte; es una máquina de destrucción.

En esa época, Ana Sol llegó a hacer sus prácticas profesionales a la oficina donde yo trabajaba. Tenía 21 años pero parecía una niña, no por su aspecto pero sí por su candor. Nos hicimos amigos enseguida. La relación fue tan intensa que ella se fugó de casa y se vino a vivir conmigo. Su madre, también amiga mía, tardó una larga temporada en perdonármelo. Ana Sol y yo nos casamos en una ceremonia eufórica. El pastel alternativo de bodas fue un gigantesco brownie de mariguana que ocultamos en la cajuela de un auto.

Tuvimos una relación casi perfecta durante tres años. Ana Sol es una de las personas más sensatas y bondadosas que conozco. Aún hoy, y aunque rara vez nos vemos, la considero entre mis mejores amigas. Empezábamos a hablar de ser padres cuando conocí a Anabel, una joven actriz que vivía amancebada con un poeta listo, guapo y pretencioso, de esos que acaban de académicos en universidades texanas. Anabel y yo nos enfrascamos en una breve e intensa relación que destruyó a nuestras parejas, cambió nuestro sentimiento de lo que es el placer y terminó con los cuatro involucrados poniendo tierra de por medio: el poeta se marchó a estudiar a Puebla, Ana Sol me prohibió acercármele y, luego de pasar pocas semanas conmigo, Anabel emigró a la ciudad de México. Ahora radica en Londres, está felizmente casada y tiene una hija. El día que nos despedimos, me contó: “Soñé que estábamos parados uno frente al otro, sin tocarnos, viéndonos a los ojos. Todo lo demás eran llamas”.

Tardé meses en ponerme de pie. Tanteé la posibilidad de rehacer mi relación con Ana Sol. Entonces apareció Lauréline, una pelirroja francesa diez años más joven que yo. Salimos una temporada, tras la cual nos mudamos a vivir juntos. Estuvimos comprometidos alrededor de dos años. Adoptamos un gato. Hicimos cosas adorables: viajar a Oaxaca a comer hongos alucinógenos, bailar ocho horas seguidas en un rave, leer de un tirón en voz alta Crónica de una muerte anunciada mientras bebíamos mezcal… Yo aprendí varias canciones y unas cuantas frases en francés. Ella adquirió el mejor español que puede comprar el amor. Lauréline me devolvió algo que por entonces creía perdido: la curiosidad. Lástima: era muy joven y tenía demasiadas cosas pendientes como para quedarse a mi lado. Primero se marchó a una ciudad situada cuatrocientos kilómetros al sur de la mía. Luego regresó a Francia. No la seguí porque al final de nuestra relación yo estaba muy ocupado amando de nuevo a alguien más: la cocaína. Era mi segunda recaída. La más dura.

Casi al mismo tiempo, Ana Sol me comunicó que estaba embarazada y quería casarse con su actual pareja, por lo que le urgía mi firma en los papeles del divorcio —que yo había archivado cuatro años atrás en algún indolente escritorio. Me derrumbé: vi que —como alguien dijo de Robert Lowell— había vivido dejando tras de mí un reguero de cadáveres. Al final estaba cosechando el último cuerpo: el mío. Tenía 34 años, una adicción atroz y una casi virtuosa habilidad para arruinar mi vida y la de las mujeres más guapas que conozco. Era incapaz de hacerme cargo de mis hijos, entre otras razones porque estaba postulándome para la medalla al peor padre de mí mismo.

Últimamente, volteo a esa época y la juzgo con ojos moralinos: me he convertido en esa figura más o menos despreciable y sin duda conformista que llamamos “un adulto”. En realidad fueron tres lustros de gozo. Lo más feliz que me ha sucedido, además de haber sido joven, es haber dejado de serlo. Eso, y conocer a Mónica.

Tardé un año en recuperarme de la partida de Lauréline. Si 2004 había sido una especie de ataque psicótico en carga lenta, 2005 fue una aburrida sesión de electroshock travestida de meditación trascendental. Dejé de aspirar merca, hice algo de ejercicio y abracé la opción de ser soltero. Lo que, en mi caso, significaba ser célibe. Beber agua en vez de vino. No ver las piernas de las chicas por la calle. No hablar con extrañas. Renunciar al baile, la pornografía, los estadios de beisbol con pantallas gigantes saturadas de nalgas prodigiosas. Renunciar a la simpatía, incluso a la amistad. Tomado por sí solo, cada vez en presente, el deseo será siempre luminoso. Pero visto a contraluz de lo que el tiempo hace con nosotros, puede llegar a convertirse en una masa muy oscura.

Conocí a Mónica al final de este período. Ella salía con otro tipo y tramitaba su divorcio. Yo estaba en los pits de mi lujuriosa carrera de autos. Nos encontramos el último día de un congreso interdisciplinario de arte. 2 de octubre. Lo recuerdo por dos razones: ese día se conmemora en México la masacre de estudiantes de 1968, y aquella mañana, en el Mundial sub-17 de futbol, el equipo mexicano había derrotado a la selección brasileña, coronándose campeón. Mónica y yo fornicamos toda la noche. Antes de que amaneciera pensé (más bien sentí; tardé meses en volverlo palabras): “Esta es la única mujer con la que podría hacer el amor una sola vez o el resto de la vida. Es igual”. Dos meses más tarde decidimos (alguien preguntó: “¿Qué tú no entiendes más que a golpes?”) mudarnos juntos. Luego supe que las apuestas entre amigos y conocidos nos daban, máximo, seis meses de relación. Habida cuenta de mi historia, no los culpo. Los momios fallaron: llevamos ocho años juntos. Tenemos una casa y un hijo de cuatro años. Ella me descubrió Berlín, me acompañó a cremar el cadáver de mi madre, estuvo en el teléfono conmigo mientras yo vomitaba en un lavabo de hotel tras la noticia de la muerte de mi padre. Yo también la he reconciliado —eso es todo lo que voy a decir— con algunas zonas complicadas de su existencia. Le regalé además, en un arranque de pasión, la parte de nuestra biblioteca que me corresponde. Creo que eso es el “Sí, acepto” más radical que he pronunciado.

Mónica me convirtió —eso también hay que decirlo— en lo que soy ahora: un gordo suburbano. A veces la miro y pienso en Teresa, la mujer de Tomás en La insoportable levedad del ser, quien de algún modo destruye a su marido con tal de hacerlo feliz. No sé: cada vez estoy más convencido de que el amor verdadero tiene algo de lobotomía.

Mi amigo Pedro Moreno contaba la historia de un hombre al que vio una vez embriagándose, solo, en una cantina. Cada tanto, el sujeto levantaba su vaso en actitud de brindis y exclamaba: “¡Todas son mías!” Me pregunto si existe un solo hombre en el mundo que no se haya estremecido alguna vez ante tal idea patética y lúcida. Uno al que no hayan calado estos versos de Gonzalo Rojas: “¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte?”

Otra frase que se me ocurre para despedirme de mis mujeres (todas son mías), mis monógamas, es el título de una canción de John Lennon: Happiness Is A Warm Gun. Como todas las armas mortales, la felicidad requiere de una legislación interna. Espero —nunca doy por ganado el juego— haber encontrado la mía.
 
2013
 
 

Un chango existencialista

 
Fui amigo de un chango existencialista. Había hojeado a Kierkegaard y a Heidegger pero lo suyo, lo suyo, era la calderilla: Nietzsche, Sartre, Cioran… Una vez dijo que Peter Sloterdijk le parecía un genio.

—Entonces —respondí— no me explico por qué le tomó 800 páginas decir lo mismo que a los Sex Pistols les tomaba tres minutos.

Desde que leyó el Sísifo de Camus decidió que la única manera honesta de filosofar era practicar a toda hora simulacros de suicidio. Se disparaba dardos de goma a la cabeza, guardaba su cereal en una caja vacía de veneno para ratas, toreaba al tren en las exhibiciones de la famosa película de los Lumière, dormía con un puñado de navajas Gillette bajo la almohada… Una noche en que volvía borracho a su casa (vivía en un cuarto de vecindad habilitado entre las ruinas del antiguo teatro García Carrillo, que se incendió en 1910) tropezó con un peldaño y rodó cuestabajo, partiéndose la mollera. Los escasos camaradas que acudimos a velar su cadáver pudimos ingresar por vez primera a su vivienda. En el refrigerador encontramos cuatro botellas de Moët & Chandon, cada una etiquetada con este sobrescrito: “la beberé el día en que tome la Gran Decisión Filosófica”…

Otro cerdo y yo robamos las botellas, las bebimos completitas y las meamos después sobre los autos y las luces desde los techos de un teatro que hace cien años estuvo en llamas.
 
2010