Una final inesperada

Presentamos la primera parte de una crónica social, política y futbolera sobre el reciente campeonato de Primera División del Club Sport Cartaginés, después de 81 años de sequía.

Foto Albert Marín

Primera Parte

Acometer una crónica sobre el fenómeno futbolístico, no siendo más que un extranjero en un país que tiene al fútbol prácticamente como su segunda religión nacional, podría resultar en un tremendo contrasentido. La cosa se pone peor al tratarse de un extranjero originario de un país donde, se supone, el fútbol no es el deporte rey, y aquí ya vamos perdiendo dos a cero. El asunto podría resultar siendo una verdadera goleada sí, con ciertos comentarios de juicio, podemos provocar, sin querer queriendo, las conocidas desavenencias entre lectores, para nada hipócritas, de intensa sensibilidad colectiva respecto de sus pasiones futbolísticas. A nadie le gusta que le señalen, con mirada de outsider, las fisuras de sus incuestionables celebraciones masivas. Es lo que podría suceder, sin duda alguna, en Nicaragua, si a algún extranjero, digamos un antillano o un brasilero, se le ocurre publicar en las redes sociales, plazoleta actual de toda clase de linchamientos extrajudiciales, que el célebre Nacatamal es un desayuno malsano, una verdadera bomba en ayunas para la pobre maquinaria digestiva. Lo más probable es que el linchamiento, que no sería solo a través de las redes, no se haga esperar de parte de la anónima turba chovinista herida en lo más profundo de sus sentimientos patrioteros. Esto sucedería aunque a muchos nicas, nos consta de primera mano, no les guste el susodicho Nacatamal. La cosa es defender el orgullo, la dignidad nacional, ante la ofensa descarada del comentarista extranjero. 

El asunto es que, a riesgo de provocar esos malestares patrioteros o nacionalistas, nos encontramos, sospechosamente mestizos hasta los tuétanos, paseando por las calles del centro Cartago, antigua primera capital de Costa Rica, en momentos históricos en que su equipo local de primera división, el Club Sport Cartaginés (CSC) acaba de conquistar, luego de 81 años sin lograrlo, el campeonato nacional de fútbol. Esta no es una noticia banal para los extranjeros que hemos residido algunos años en Costa Rica. El asunto adquiere unos tintes interesantísimos en una época de crisis sanitaria, económica y política para un país que durante décadas se ha caracterizado por su pacifismo y su supuesta tranquilidad social: un verdadero malabarismo socioeconómico que ha pendulado, con el aplauso internacional, entre sus políticas de Estado Benefactor y la implacable Economía de Mercado.

La primera, y última vez, que asistí a un estadio en el Valle Central, fue en las eliminatorias el cierre del campeonato de invierno de 2009, cuando el Cartaginés, con un gol a balón parado derrotó a la Liga Deportiva Alajuelense. Yo me encontraba, con mi camiseta del Cartaguinés, por esa tendencia personal hacia las causas perdidas, mezclado con la barra de los cartagos que apoyaban a La Liga, entre quienes estaban, por supuesto, los “mata mamas” cartagineses de mis amigos. Desde la barra de sol del sector oeste del Fello Meza, antes del inicio del partido, presencié el número cultural de entrada: Un grupo de guapas porristas que salieron al campo a amenizar el inicio del encuentro, al ritmo de un viejo reguetón que sonaba en los parlantes. Algo de El General o de Nando Boom, ya no recuerdo. Al fin y al cabo,tratándose del perreo, el reguetonero no es lo importante. Las muchachas hicieron muy bien su número. Sonrieron y bailaron sincronizadas con sus cortas minifaldas. Nada del otro mundo. Lo sorprendente fue la reacción vociferante de los hombres en nuestra grada: “¡Fuera viejas! !Queremos Fútbol!” “¡Van jalando! ¡Si quiero ver viejas voy a un Night Club y no al estadio!” Una barra ciertamente inolvidable, la de esas graderías. 

Desde ese mismo sitio, ya con el marcador 1-0 en el segundo tiempo, presencié la violencia de La 12, la barra brava de Alajuela, que se vino encima de algunos aficionados del cartaginés que estaban en las graderías de nuestras zona: pateados en el suelo, reventazón de narices, costillas fracturadas. Luego, fui testigo de la inmersión disciplinada y cautelosa de la Fuerza Pública que, con escudos y armadura de rigor, entró a la zona de La 12 y se los llevó, con todo y tamboras y pitoretas, arrestados hacia las afueras, donde los esperaban las zarandas de las patrullas. El Cartago venció 1-0. Con ese partido tuvo derecho a ir a cuartos de final, donde sería eliminado por el Puntarenas. La Cartagada de siempre. Cartago es como las vacas, me decían en aquella ocasión, si no la caga en la entrada, la caga en la salida. 

En el 2018, pasé por la ciudad por cuestiones de trabajo y pude percibir el ambiente celebratorio cuando, con un empate de 1-1 contra el Herediano, el Cartaginés a duras penas pudo evitar el descenso a segunda división. La ciudad celebró, como en otras ocasiones, su “no descenso” al purgatorio de la segunda división como si hubiese ganado un boleto para un torneo de CONCACAF. El júbilo masivo de la ciudad fue proporcional a las burlas de los fanáticos de otras provincias. El no descenso era la victoria del equipo más veterano, su derecho a continuar en primera división su verdadero logro. El consuelo entusiasta de los eternos derrotados. Una alegría descarada de parte de una afición acostumbrada a los “alegrones de burro” desde el glorioso enero del 41, cuando, con un doblete de golazos de Fello Meza, su jugador más legendario, fueron campeones nacionales por última vez. Un suceso que pasó casi desapercibido en los medios internacionales, en una época  en que Europa era arrasada por las huestes del Tercer Reich. 

Resulta curiosa esa relación ambivalente de los cartagineses hacia su equipo de fútbol. La mayoría de los fanáticos de la zona urbana y rural, sobretodo de las generaciones nacidas en los noventas, suelen ser Liguistas o Saprisistas, los dos equipos más populares a nivel nacional, y solo dejan como segunda opción, por fidelidad a sus abuelos, a alguno de sus padres, o a la misma ciudad, al Club Sport Cartaginés. Celebran con el equipo cuando se salvan del descenso, o lo apoyan cuando logra llegar a las semifinales, sin muchas esperanzas de que pasen al último tramo de la contienda. La falta de esperanza no es falta de deseo, por supuesto. Simplemente es su manera de no fantasear mucho, para así sufrir menos. Lo que no significa que no permanezcan fieles a los avatares de su equipo. Es un apoyo no exento de sarcasmo, por supuesto. Un sarcasmo solo permitido a los mismos cartagineses, como el de hacer bromas sobre el monumento a Las ruinas, en el parque central de la ciudad, la mala fama del Bar de Tencha,  o el catolicismo ultraconservador que suele caracterizarlos de manera casi toponímica, aunque las nuevas generaciones suelen ver al mismo catolicismo, al igual que a Las ruinas, y a ciertas fiestas patrias, como algo meramente local, ornamental y pintoresco. Sin embargo, cuando el equipo ha logrado llegar a la final, por esos milagros de los dioses del fútbol a los que les encanta alimentarse con el sufrimiento de las fanaticadas, como sucedió en la polémica final contra el Club Sport Herediano de 2013, sufren la agonía de estar apunto de romper el maleficio de no ganar un campeonato en más de ocho condenadas décadas. Los cartagineses gozan y sufren para, una vez derrotados de nuevo, terminar maldiciendo a los árbitros, a los técnicos, a los jugadores, al juego mismo, a los adinerados dueños del equipo rival, o a los malnacidos (un mito urbano bastante extendido) que entraron a celebrar en el 41 con sus caballos desbocados hasta el altar de La Negrita. Sacrilegio equino que actualmente es asimilado como el origen de la maldición del equipo local hasta estas fechas, según cuentan, rosario en mano, algunas severas abuelitas. En las derrotas memorables del cartaginés se mezclan el elemento pagano, el cristianismo piadoso, la superstición descarada, y las vulgaridades de la ira. Es un ciclo que se repite, como en un ritual dantesco.  

Existe un conflicto narrativo interesante en esa relación amor-odio profesada por la mayoría de los cartagineses hacia su propio equipo. Este año, el ambiente no fue la excepción. Empecé a notar esa tensión en las platicas cotidianas luego de que el cartaginés eliminase en semifinales a su archirival, el Club Sport Herediano, en dos partidazos de ida y vuelta por marcadores de 1-1 y 1-0. Así se ganaron el derecho de jugar dos partidos, también de ida y vuelta, con el campeón puntero de la Clausura, La Liga Deportiva Alajuelense, que realizó uno de los campeonatos más sólidos y convincentes de la liga nacional, dejando en el camino a tradicionales potencias como el Herediano o el mismo Saprisa. Un equipo que no sólo posee a más de media docena de jugadores activos de la actual selección nacional, sino que cuenta con jugadores de sólida experiencia internacional y un técnico español, Albert Rudé, que supo elevar el nivel de su fútbol con resultados contundentes durante la temporada 2022.

Las posibilidades del Cartaginés, ante semejante rival, eran modestas. Llegó a esa posibilidad con uñas y dientes, contando con un técnico de fútbol discreto, reservado hacia la defensa, el poco dominio del balón, pero bastante efectivo a la hora de sacar buenos resultados. También llegó con algunos préstamos, como el del delantero cubano Marcel Hernández, su máximo artillero, un préstamo temporal del mismo Alajuelense.  Sin embargo, las esperanzas de sacarle dos partidos de ida y vuelta al puntero, para luego ganar el derecho a disputarle la final en otros dos partidos, parecía un reto aplastante. Otra vez el cartaginés y su afición se metían en el infierno de las posibilidades, de las estadísticas, de las macumbas matemáticas, de los horrores del “tal vez”, del “al menos llegaron a la final” o del más optimista “este año o nunca” que jamás falta entre los viejos más recalcitrantes. 

Mis compañeros de la Facultad de Filosofía Latinoamericana en la UNA, que suelen ver a la ciudad de Cartago como el paradigma del postcolonialismo en el Valle Central, me advertieron que estaban listos los memes de rigor para celebrar la historia que, como en los círculos infernales, se volvería a repetir otro año más para los orgullosos cartagineses. Era imposible que le sacara cuatro partidos al hilo a un equipazo como La Liga. Primero los cartagos se convertían al marxismo leninismo antes que algo así pudiese suceder. Primero los cartagos votaban por un alcalde afrodescendiente, antes que pudiera suceder un verdadero milagro deportivo como ese. Comentarios de saprisistas o heredianos resentidos, vaya usted a saber. 

En el primer partido, disputado en el Fello Meza, el mítico estadio del Cartaginés, el equipo Brumoso (apodado así por la célebre niebla que caracteriza a la ciudad)  debía al menos hacer un gol en casa y no permitir ninguno. Pero el planteamiento agresivo de La Liga no le permitió hacer ningún gol, y más bien estuvo a punto de ser goleado varias veces, cosa que no sucedió, gracias a la pericia del portero Kevin Briceño, y de una defensa bien organizada. Ese cero a cero, que parecía una derrota moral para el Cartaginés, se convertiría en la piedra de toque de toda la serie final. Luego de ese empate en casa, ahora debían visitar a La Liga, en el estadio Morera Soto, el equipo con mejor desempeño en casa durante todo el campeonato, con una de las barras más apasionadas e intensas del país, y que con solo hacer un gol, y no permitir ninguno, tendrían en sus manos el título número 31 de su gloriosa historia, iniciada en 1919, después de haber perdido al menos siete finales contra distintos equipos durante la última década. Las cosas no pintaban nada bien para un Cartaginés defensivo, de ritmo discreto y sin mucha pólvora en la ofensiva. 

La noche de ese partido en el Morera Soto, cuando La Liga tenía, además de su fiel barra multitudinaria, todos los recursos para dar el tiro de gracia a un Cartaginés poco propositivo, me encontraba en el edificio de la Universidad Nacional, en Heredia, terminando una sesión de pre-tesis con mis compañeros de la Facultad de Filosofía. Era la primera vez que nos encontrábamos presencialmente, luego de dos cuatrimestres online. Así que decidimos celebrar el encuentro con una cena en San Pedro, en la capital. Fuimos por un Chifrijo al restaurante La Casona, un restaurante de motivo ranchero, con posters de cantantes mexicanos en las paredes, meseras con botas vaqueras, jeans azulones y camisas a cuadros, y un toro mecánico en el centro de la pista de baile. Pedimos el menú, mientras mirábamos el partido. Mis compañeros, todos saprisistas, por supuesto, apoyaban al Cartaginés, como su ánimo antiliguista y su sentido del sarcasmo se los demandaba. 

El lugar, al contrario de los desolados sport’s bar que vimos de pasada en Heredia, en las afueras de la universidad, estaba atestado de aficionados. La mayoría, saprisistas que vitoreaban al Cartago, e invocaban furibundos otro desastre para La Liga Alajuelense. Aunque también había en esas mesas, hay que decirlo, bulliciosos aficionados vestidos de rojinegro, los colores emblemáticos de La Liga. 

Al ver a los liguistas sentados en las mismas mesas que algunos “morados” (los colores del Deportivo Saprisa) les comenté a mis compañeros, con ironía condescendiente, que siempre me había llamado la atención ese nivel de tolerancia de los ticos. Un nivel de tolerancia de sentido democrático, etc, etc. que también había observado en las elecciones, cuando noté, en las filas para ir a las urnas, a personas de la misma familia con gorras de diferentes partidos políticos, departiendo alegres, en lo que los noticieros nacionales llamaban “una verdadera fiesta cívica”. Algo impensable en Nicaragua, les dije con enfásis autocrítico. Luego comenté de la violencia político partidaria que nos ha caracterizado, y hablé sobre las leyes electorales que nos prohíben, en Nicaragua, llevar en los espacios públicos propaganda de algún partido una semana antes de las elecciones, etc. Leyes que hoy parecen inofensivas cuando las elecciones en dicho país, se han convertido en un verdadero circo paradigmático de cómo funciona la democracia en un continente como América Latina. El tristemente célebre “que cambie todo, para que no cambie nada”, como el estribillo del statu quo. También comenté, volviendo a la violencia masificada, de la final de béisbol Bóer-San Fernando de 1995 (más de una semana de disturbios) para ilustrar un poco nuestro nivel de intolerancia deportiva. Melissa, la única compañera del curso, una socióloga de origen nicaragüense (se vino a los ochos años con sus padres  a Costa Rica)  y a la que le encanta contradecirnos con sólidos argumentos sociológicos cada vez que comentamos historias atroces para ilustrar la violencia “degenerada” que reina en Nicaragua, no tardó en exponer, mientras devoraba su Chifrijo, las estadísticas de violencia en las últimas dos elecciones presidenciales en Costa Rica. Acto seguido, con un tono de experta irrefutable, nos paseó por la cara los números de violencia, lesionados y muertos, en los estadios ticos en los últimos diez años. Ante nuestro estupor, nos miró extrañada y dijo, con un tono condescendiente, el mismo que ya le conocemos cada vez que nos deja boquiabiertos con su exhaustiva memoria para los datos estadísticos: “unas compañeras hicieron una investigación al respecto, y la acabo de leer”. Sonriente, alzó los hombros, y continuó con su cena. “Ideay, sí, violencia hay en todos lados. Esto es Centroamérica”, dijo Paolo, el compañero que nos andaba en su carro. Mientras tanto, en las pantallas del bar, los atacantes de La Liga continuaron aterrorizando sin piedad la portería cartaginesa. El primer tiempo terminó cero a cero, de milagro. De lejos se notaba que, de seguir así, el Cartaginés no aguantaría incólume el segundo tiempo. 

Durante el receso, acompañados en la cena por nuestro profesor de Investigación Filosófica, mis compañeros conversaban acerca de los niveles de corrupción del gobierno saliente. Del triste récord de ser el gobierno cuya casa presidencial fue allanada dos veces por la OIJ (Organismo de Investigación Judicial); del alto índice de desempleo, de la violencia y del sicariato, de los feminicidios en aumento; de la prohibición gubernamental de cualquier protesta cívica para los estudiantes o los profesores del MEP (Ministerio  de Educación Pública). En fin, de una clase media golpeada una vez y otra hasta rozar la lona de sus viejas reivindicaciones. Una Costa Rica muy distinta a la que conocí hace veinte años. También me preguntaban cosas acerca de mi vida en Cartago. La vida de un cholo nicaragüense, en una de las ciudades, según ellos, más racistas, conservadoras y clasistas del Valle Central. Recordamos los chistes en clase al respecto. De cómo, para algunos de nuestros profesores, vivir en Cartago era como observar una foto tomada por el Hubble acerca de cómo era el universo hace miles de años. Las historias de una ciudad que se duerme a las siete de la noche para hacer en San José lo que no deben ni pueden hacer en su propio lugar. Recordaron la entrevista realizada, hace unos 15 años, a un grupo de travestis que, luego de ser expulsados de la Zona Roja de los rieles de Cartago, regresaron a instalarse en la ciudad para ofrecer sus servicios sexuales en la zona de la Corte de Justicia. Cuando el periodista le preguntó a uno de los trabajadores nocturnos por qué habían regresado a Cartago, si las iglesias católica y evangélica habían promovido su expulsión con el beneplácito de la ciudadanía y de las autoridades, la respuesta fue sencilla: “porque acá están nuestros mejores clientes”. Mis compañeros, por supuesto, argumentaron, con algo de sorna, la manera en que ciertas idiosincrasias conservadoras solo existen para ocultar sus propias lacras colectivas. El síndrome del puritanismo que ve al diablo por todas partes, menos dentro de sí mismo. Algo parecido a los comentarios de muchos nicas respecto de la conservadora ciudad de Granada; hasta hace algunos años, según algunos estudios, una de las ciudades con mayor tráfico y consumo de drogas y trata sexual de menores en todo el país. Todo bajo la fachada de su tradición católica y de su colonial fomento del turismo. 

El segundo tiempo continuó con la Liga atacando sin misericordia, y todo el cartaginés metido en los 16-50 de su portería durante casi veinte minutos. Sin embargo, la Liga no lograba definir a pesar del asedio, y el Cartaginés soltó un poco la cuerda, para hacer un par de llegadas peligrosas, pero sin resultados. La Liga continuó la ofensiva. El técnico del Alajuela cambió a Cubero por Bryan Ruiz, y se sintió aún más el peso organizado de la ofensiva rojinegra. Ese gol no tarda en caer, les dije, mientras departimos sobre los viejos debates Sartre-Camus. Nuestro profesor nos afirmaba, sonriente y animado, que Zizek no era más que un payaso provocador, y que Byun Chul Han, desde La Sociedad del Cansancio, no se cansaba de seguir escribiendo el mismo libro. Tampoco La Liga se cansaba de atacar. El gol cayó al minuto 70 con un centro de precisión magistral, desde el alero izquierdo, de Bryan Ruiz que fue recogido en el aire con una zambullida acrobática de Carlos Mora; un gol de cabezazo que, rozado primero por las guanteletas del portero, se estrelló en la parte inferior del travesaño, salió de nuevo al área, pero al rebotar en el antebrazo del portero que aún no terminaba de caer al suelo, se fue de martillazo, directo contra las redes. El Morera Soto se estremeció. Los Ligistas en el bar saltaron de alegría. Se escucharon los hijueputazos. “¡El 31 es nuestro!” gritó alguien. Estaban a 16 minutos de ser campeones, los liguistas. El Cartaginés, a un cuarto de hora del colmo de sus humillaciones. “Qué tirada" dijo uno de mis compañeros. El resto nos quedamos en silencio. Seguimos sobre nuestras cervezas, resignados con el desenlace. Se murió el Cartago, les dije. No está proponiendo nada. Los demás me dieron la razón. Durante la repetición de la jugada, comenté: “Qué golazo. Fue un autogol, pero la verdad hace rato que no miraba una palomita bien hecha como esa. Clase de clavado”. 

Estábamos a punto de pedir la cuenta, pues Paolo debía dejarme a dos kilómetros, frente a la iglesia de San Pedro, para tomar el último bus de la línea Lumaca hacia Cartago. Era el bus de 11 p.m. Imaginé que viajaría, mientras el Alajuelense celebraba su campeonato 31, con los obreros y empleados cartagineses que regresaban tarde desde San José, o desde la misma Alajuela, aturdidos por el cansancio del día, abrumados por otra derrota en los umbrales de la anhelada victoria futbolística. Fue cuando sucedió lo impensable. Albert Rudé, el técnico del Alajuela, sacó a un atacante y metió a un defensa para defender el gol de la victoria, el gol del título. Al minuto 84, con un centro a balón parado, Marcel Hernández, el delantero cartaginés, le ganó el salto a Giancarlo El Pipo González, el defensa alajuelense. El cubano apenas peinó con el copete la pelota y, ante una mala salida del portero Moreira, la bola se fue directo a la cancha, cerca del paral izquierdo. Mientras todos los de la mesa, hasta la recalcitrante Melissa, saltábamos de júbilo por el gol del empate, acompañados por los saprisistas de La Casona que celebraban como si fuese un gol de su propio equipo ejecutado justo en la sapri-hora (los famosos goles del Deportivo Saprisa en minutos de reposición). En las pantallas parpadeantes, Marcel Hernández, desafiante en la esquina de córner, rodeado por sus jubilosos compañeros, les mostraba la camisa del Cartago a la enardecida afición alajuelense que se había pasado casi todo el partido, a quince mil voces, gritándole: “¡Violador, Violador!” (esto debido al juicio que meses antes el jugador de origen cubano, fichado por el mismo alajuelense, y cedido en préstamo por dos años al Cartago, había enfrentado debido a una acusación de violación que terminó, en el dictamen judicial, como sexo consensuado con una adolescente). 

El partido terminó en un tiempo extra de infarto. Cartago estaba en la final contra el Alajuela. Me despedí de mis compañeros, y Paolo, satisfecho de la velada como buen antiliguista, tuvo la cortesía de llevarme a la parada de bus. 

Había un grupo de empleados, muy conversadores, a pesar de las mascarillas. Era un grupo de unas doce personas esperando el bus frente a la iglesia colonial. Una iglesia antigua vandalizada por la última marcha feminista: “No metas tus rosarios en mis ovarios” y placazos del movimiento anarquista en las viejas paredes color cemento. Una escena impensable hace veinte años, en un país supuestamente tan católico como Costa Rica. Textos transgresores en paredes sagradas que han avivado el debate político partidario. No es de extrañar que, en una ciudad como Cartago, hasta los sacerdotes y religiosos hayan apostado por un candidato neopentecostal que, al estilo de Trump y Bolsonaro, basó su discurso propagandístico en el rescate de la familia tradicional, de la patria costarricense ante la injerencia extranjera globalizante (entiéndanse las políticas sexuales de la ONU) de los valores de la Nación fundamentados en Dios ante la ola de la “agenda progresista” que tiene, según ellos, hundida a la nación en la peor crisis moral y económica que se haya visto en muchos años. El candidato, Fabricio Alvarado, es en este sentido el campeón de los cristianos costarricenses patriotas que han declarado la defensa de la familia contra el progresismo liberal o, como les encanta también llamarle, “el pernicioso marxismo cultural”. 

Cuando abordé el bus, presenciando la alegría de los Cartagos, manifestada en sus pláticas y en las pitoretas y banderas que traían, y en los pitazos celebratorios del chofer del bus (la empresa Lumaca es patrocinadora del Club Sport Cartaginés) pensé en lo mucho que, para bien y para mal, ha cambiado Costa Rica en estos veinte años. También en tantos amigos y conocidos, menos privilegiados que yo, que se han venido al exilio voluntario e involuntario a este país tan cercano y, en muchos aspectos, tan lejano. En mis estados de Whatsapp, pude ver a muchos de esos nicas exiliados, compartiendo y celebrando, con sus banderas azul y blanco del Cartaginés, (acaso, en un ejercicio de alucinación simple y no menos descabellado, las banderas de su propio país secuestrado por un régimen aferrado a sus mitomanías) la impensable victoria contra el poderoso equipo de los rojinegros. Otro de mis compañeros de la Facultad de Filosofía, profesor del MEP, nos envió al grupo una foto de Fabricio Alvarado, el campeón del cristianismo patriota costarricense, vestido con la camiseta rojinegra de La Liga. El político neopentecostal celebraba en su casa, antes de tiempo, el casi título 31 que se les escapó de las manos, una vez más, esa misma noche.  La foto, semanas después, sería uno de los memes más versátiles y divertidos de la derrota de La Liga Deportiva en la temporada de clausura 2022. 

Al arribar a la ciudad, el bus no pudo llegar hasta el centro. La gente había salido a las calles y a las plazas a celebrar el derecho a retar a La Liga en dos partidos más para la final del título. Cuando el bus pasó por los primeros barrios en la zona de Taras y La Lima, vimos a las familias afuera de sus casas. Saludaban al bus y a toda la caravana alegre de carros que pasaban por las calles. Los carros y la gente en los andenes se saludaban con banderas, pitoretas y alaridos de “¡Cartago vive, vive!”. Un escenario impensable en una ciudad que suele recluirse en sus hogares desde las 7 u 8 de la noche. 

El bus, al final, no pudo avanzar debido a la sobrepoblación vehicular de la fanaticada. La mayoría de los pasajeros decidimos bajarnos en la calle del cementerio municipal, cerca de la clínica Nuestra Señora de La Esperanza, para pacientes portadores de HIV. Para sentir más el ambiente, y buscar un taxi que me llevase hasta Tejar, caminé hacia Las Ruinas, en el parque central. La fiesta y la algarabía estaban por todas partes. El McDonalds, las pizzerías, las cevicherías y los bares estaban atestados, como si fuesen las siete de la noche de un fin de semana de pago. La gente se reunió alrededor de Las Ruinas, unas mil doscientas personas , según los periodistas, para hacer tiempo y recibir el bus del equipo que ya venía en camino desde Alajuela. Tomé fotos y respiré el ambiente. Luego sentí de golpe, como el personaje de Poe entre las multitudes solitarias, la soledad del extranjero que no conoce a nadie para socializar en esos corros jubilosos, pero socialmente cerrados, de la urbanidad más mercenaria. Reconfortado y consciente de que era hora de retirarme, pregunté a unas agentes de policía (las agentes de policía de Costa Rica suelen ser gentiles y guapas, y esto es casi un oxímoron cuando hablamos de Centroamérica y sus gendarmes,  o de una Institución policíaca, como la nicaragüense, especialmente experta en violaciones a los derechos ciudadanos) y me dijeron que los taxis, que suelen mantenerse alrededor de Las Ruinas en las noches normales, estaban circulando por el Convento de Los Capuchinos, pero que tuviese cuidado, porque en esa zona no andaban mucho los patrulleros, y además estaba un poco desolado. 

Llegué a la esquina. Me detuve delante del monumento a San Francisco y el Lobo de Gubbio, (donde una tarde de diciembre pasado me encontré a un borrachito, era de Tipitapa, que recitaba, por mil colones, fragmentos del poema de Darío), y tomé el primer taxi que pasó delante. El taxista, animado por la noche, me expresó su alegría por el gol de Marcel, por el empate del equipo, pero era escéptico acerca del campeonato. No creía en los árbitros, ni en la transparencia de los partidos finales. También mencionó que acababa de presenciar un asalto violento a dos calles de la esquina en donde lo abordé, y me felicitó por regresar temprano a mi casa. Que eso se iba a poner bien feo más tarde. Mucho ladrón y drogadicto. Que apenas hacía un mes habían matado a balazos a un compañero taxista. Unos usuarios le pidieron ser llevados al sector de Tierra Blanca, y ahí lo acribillaron por robarle la cartera y el celular. También me dijo que las acusaciones de violación contra Marcel eran pura hipocresía. Que él, como taxista, había llevado menores de edad con viejos cuarentones a moteles de mala muerte, y que eso de los Sugar Daddys era la nueva moda en este sector de la provincia. Yo le dije que esa moda no era tan nueva, y se carcajeó con sorna. Me preguntó si yo era guatemalteco, o de dónde venía. Le dije que de Managua, y luego de lanzar comentarios en buen pachuco contra el presidente y la vicepresidenta de Nicaragua, me dejó en el portón de la entrada, a salvo en casa.

Cartago estaba en la final, y las caravanas se dejaron de escuchar en las calles hasta las 4 de la madrugada. La ciudad de las gallinas, la que dormita bajo la bruma de las siete de la noche, se había despertado con un gol increíble, y ya no había manera de mandarla a dormir. Los dioses del fútbol se relamieron en su olimpo. El sufrimiento para los cartagos, volvía a comenzar.